Amós 8, 4-6. 9-12; Sal 118, 2. 10. 20. 30. 40. 131 ; san Mateo 9, 9-13
“Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que enviaré hambre a la tierra: no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor”. Es cierto que existe en el mundo hambre de Dios. Para ello no es necesario que se reúnan los gobiernos, o los prohombres de las naciones para decretar una situación de urgencia sobre el tema. Es más, en algún que otro sitio, tal diagnóstico puede suponer una victoria para muchos. Como me decía un hombre de Dios: “llegan tiempos recios”. O como un sobrino mío me aseguraba: “no están las cosas como para tirar cohetes”. A pesar de todo, un cristiano no es un catastrofista, ni un pesimista. Sabemos que “lo nuestro” es movernos en medio de las dificultades, y que el ir “contracorriente” forma parte de nuestra vocación.
“Abro la boca y respiro, ansiando tus mandamientos”. Tener nuestro corazón y nuestro entendimiento en las cosas de Dios no puede hacernos gente rara. La connaturalidad con todo lo que “huela” a cristiano, aún nos hace ser más humanos. La preocupación de Cristo por los demás no lo alejaba de tanto sufrimiento, sino que aún lo hacía ser más cercano. Por eso, nuestro discernimiento ante la injusticia, el derecho, la libertad, la persecución o la opresión, ha de tener una connotación muy importante: ¿me lleva a Dios, o me aleja de Él?
Esto que, teóricamente puede resultar muy sencillo, a la hora de la verdad puede resultarnos complicado, porque, ¡mezclamos tanto las cosas! Por ejemplo: podemos tener las ideas muy claras acerca de lo que supone el matrimonio, la fidelidad y la indisolubilidad cuando un hombre y una mujer se prometen amor para siempre ante Dios. Pero, ¿cuántas veces hemos justificado determinado tipo de actitudes porque nos han parecido legítimamente “humanas”. Separaciones, divorcios…, incluso podemos acusar a la Iglesia de intransigente por no considerar algunos comportamientos con derecho a ser revisados. El problema no son los casos particulares, sino hacer de los casos particulares ley general.
¿Buscamos a Dios, o nos buscamos a nosotros mismos? Vuelvo a repetir, que de desde un supuesto “fundamental” (“opción”, lo llaman algunos teólogos), no tengamos dudas respecto a nuestra creencia en Dios y en sus mandamientos. La lealtad, sin embargo, se demuestra en lo pequeño, no en los grandes discursos o peroratas, que pueden dejar a uno con la boca abierta. Como se dice en castizo ante una soflama que no llega a concretarse en nada: “esto no es ni chicha, ni limoná”. Por ejemplo, en muchos sitios comienza la denominada “temporada estival”: tiempo de vacaciones, tiempo de descanso, tiempo de ocio… ¿tiempo de no hacer nada? No podemos colgar nuestra “chaqueta” de cristianos en la percha de lo que nos incomoda, porque ahora se trata de “relajarse”. También conozco a muy buenos cristianos que, en esta época de vacaciones, lo que hacen es cambiar de actividad, no dejarse dominar, simplemente, por la ociosidad, o el no hacer nada. Es importante encontrarnos también con Dios en la diversión o en el descanso.
“No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Llamar dificultades a lo que nos estorba o incomoda no es, precisamente, muy cristiano. La fidelidad, que es un “título” no muy bien visto en muchos de nuestros ambientes, es para nosotros la garantía de nuestra perseverancia. ¿Te has planteado, para este verano, hacer un poco de apostolado con ese amigo o amiga, con ese matrimonio, o con ese joven que, posiblemente, pueda decidirse por una entrega generosa a Dios? Seguro que María, nuestra Madre, no entendería eso de “perder el tiempo”. Para ella, Dios no era una etiqueta, sino su pasión dominante, y el sentido de todas las cosas: en su pensamiento, en sus palabras y en su actuar.