Oseas 11, 1-4. 8c-9 ; Sal 79, 2ac y 3b. 15-16 ; san Mateo 10, 7-15
A un buen amigo -y mejor sacerdote-, que me aguanta a diario, le acaban de sacar una muela. Parece mentira la raíz que tienen las muelas, lo sensibles que son (y eso que sirven para triturar) y lo que se adentran en la carne. Para mí las muelas son ya un recuerdo de un feliz pasado y comprendo que para cualquiera que haya pasado esta experiencia los conceptos “dentista” y “potro de tortura” se asemejen cada día más. Creo que es por esto por lo que los adultos (que ya hemos pasado por el dentista), vemos a un infante que abre su boquita llena de dientes de leche y nos dice: “Mira, se me mueve un diente” y, agarrándoselo con dos dedos, lo mueve de un lugar a otro, a los mayores nos entra un sudor frío y una temblequera en las piernas. Pero los dientes de leche no duelen, no tienen raíces que profundicen en la carne y causen dolor. Es nuestro recuerdo del sufrimiento que nos han dado las muelas lo que hace que tememos que alguien bailotee sus dientes delante nuestro.
“Cuando Israel era joven, le amé.” “Cuando le llamaba, él se alejaba.” El pecado original es como los recuerdos de nuestros dolores de muelas: nos hacen desconfiar. Desconfiamos del amor de Dios, de la gratuidad de su cariño. Oímos sus llamadas, escuchamos su Palabra, “con ataduras humanas, con lazos de amor” nos atrae, pero no comprendemos, no acabamos de fiarnos. Pensamos que hay trampa, que algo se nos pedirá después y, como ante el trilero que nos promete una fortuna fácil, pasamos de largo y nos alejamos.
Aunque la teología nos diga que Dios es impasible (ni sufre ni padece) la lectura de hoy es entrañable: “Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederá el ardor de mi cólera.” Es como si Dios se “hiciese violencia” por amarnos aunque nosotros se lo agradezcamos tan poco, le huyamos como al dentista. No nos damos cuenta de que nuestros dientes son de leche, como los de los niños pequeños, y que no nos va a doler. “Como el que levanta el yugo de la cerviz, me inclinaba y le daba de comer.” Las raíces del pecado no son profundas comparadas con la hondura del amor de Dios. Aunque algunos que se creen “mayores” tengan miedo al “dentista” no dejes que se contagie el miedo a Dios, no temas, no te hará daño, no hará falta ni una gota de anestesia, será un pequeño tirón que hará surgir algo más fuerte, más duradero, más útil.
“Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis.” Piensa sinceramente: ¿Qué tienes que no hayas recibido? ¿Cómo vas a temer al que te lo ha dado todo? ¿Cómo tener miedo de quien se muere (literalmente) por amarte? ¿Por qué preocuparte del “oro, la plata, la calderilla” cuando todo te es dado gratis? ¿Estás realmente en las manos de Dios?.
Sé que es difícil, nos cuesta confiar, pero se puede. ¿No querrás estar toda la eternidad con dolor de muelas?
María, tu madre, no dejará que nada te falte ni que nadie te haga daño, confía en ella y llegarás a Cristo. Imítala a ella y te entregarás completamente. Por cierto, voy a llamar al dentista ¡qué falta me hace!.