Isaías 38, 1-6. 21-22. 7-8; Is 38, 10. 11. 12abcd. 16 ; san Mateo 12, 1-8

Ayer fue día de llantos. Estuve con alguno que lloraba de rabia y de impotencia. Esas lágrimas eran estériles, inútiles, porque eran de esas que dejan yerto el lugar donde caen en vez de fecundarlo y dar fruto.
Por la tarde volvieron a aflorar las lágrimas. Esta vez era el llanto de un verdadero amigo por su hermano muerto, por no haberse dado cuenta antes de que Dios estaba siempre a su lado, por ver sufrir a los que quiere. Esas lágrimas dan vida pues son fruto del amor y el dolor ordena las prioridades del corazón. Él lloraba por fuera y yo lloraba por dentro.
“Ezequías lloró un largo llanto. Y vino la palabra del Señor a Isaías: Ve y dile a Ezequías (…) He escuchado tu oración, he visto tus lágrimas.” A veces tenemos un profundo pudor a la hora de llorar, como si fuese una muestra de debilidad o de falta de esperanza o de fe. Pero cuando el llanto nace del amor es bueno, santo y Dios lo espera. “Yo pensé: En medio de mis días tengo que marchar hacia las puertas del abismo; me privan del resto de mis años. Yo pensé: Ya no veré más al Señor en la tierra de los vivos, ya no miraré a los hombres entre los habitantes del mundo.” Si esto no nos hace llorar es que no amamos la vida, es que despreciamos el don que Dios nos ha dado. Ciertamente las lágrimas no tienen un momento concreto, no debemos forzarlas no tienen su momento de aparición como las “vedettes” en el escenario. Salen cuando salen, sin forzarlas y sin buscarlas.
Hoy es la Virgen del Carmen, patrona de los marineros, que guía la barca de nuestra vida por este “valle de lágrimas.” María lloró al pie de la cruz, “¿Hay dolor como mi dolor?” y esas lágrimas sembraban la redención del pecado y de la muerte que Cristo nos consigue.
“Si comprendierais lo que significa quiero misericordia y no sacrificio.” La misericordia lleva a compadecerse del otro, a padecer con él, a sufrir con el otro, a llorar juntos. Y juntos descubrir que esas lágrimas se unen a las de María junto a Cristo crucificado, a las lágrimas de Jesús por su amigo Lázaro y por los pecados de la humanidad. Entonces ese llanto es fructífero, consuela, abre caminos y clarifica el corazón. El llanto de rabia o de impotencia nos lleva al egoísmo, al rechazo de todo lo bueno y lo hermoso, a la inactividad y la desesperanza. El llanto que nace del cariño, de darnos cuenta lo hermosa que es la vida y lo que la desaprovechamos en tantas tonterías, las lágrimas que se unen a las de María por nuestros pecados y nuestra falta de fe, nos aclaran los ojos para ver la vida de una manera nueva, clarifica lo realmente importante de la vida, lava las intenciones, libera el corazón de ataduras absurdas y expulsa el egoísmo.
María sabe mucho de lágrimas. Como buena madre está siempre dispuesta a secar tus ojos y hacer aflorar una sonrisa en tus labios o, si es necesario, de llorar contigo, levantarte de tu postración y seguir caminando al encuentro de Cristo. ¡Benditas lágrimas si te llevan a navegar hacia el Señor.”