Miqueas 7, 14-15. 18-20; Sal 84, 2-4. 5-6. 7-8; san Mateo 12, 46-50

“¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad?”. El pecado no se puede comparar con un mero dolor de cabeza, ni con una afección gripal. No existen aspirinas ni antibióticos que puedan recetarse para su curación. Físicamente son difíciles de descubrir los síntomas que produce el apartarse de Dios. Quizás, por ese motivo, algunos han podido llegar a la “sabía” conclusión de que el pecado no existe. Como estoy convencido de que tú, que lees estos comentarios, eres inteligente, sí que serás consciente de los efectos que alrededor nuestro causa el que, por acción o por omisión, se hace enemigo de Dios.

Hace unos días se presentaron en el Arzobispado de Madrid mil firmas de personas que formulaban una declaración de apostasía. Esto significa que se manifestaban formalmente fuera de la Iglesia. Independientemente del eco que haya podido tener en el ámbito de los medios de comunicación, sería bueno preguntarse el motivo por el cual esa gente ha tomado tal decisión. Según ellos, no se encuentran en absoluto de acuerdo con los principios de la Iglesia, ya que niega libertad de expresión y la realización de la persona. Algunos ejemplos que se ponían era la no permisión de uniones de homosexuales, y no favorecer el aborto en alguno de los supuestos que se intentan presentar para su aprobación en el Parlamento español. Si todos estos planteamientos suponen afirmar la libertad de la persona, puedo afirmar, sin ningún género de dudas que, o nos hemos vuelto locos, o hay algo que, verdaderamente, no funciona en absoluto en nuestra sociedad.

“Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”. Por más que leo y releo en la Sagrada Escritura y, de manera especial, en los Evangelios, nunca he visto una reivindicación semejante de los declarados apóstatas. Ya sé que todas estas consideraciones no merecerían ni siquiera una línea de este comentario, pero el drama no es que tú y yo nos mostremos en contra de esas sandeces, sino cómo, a manera de ósmosis, va calando en el ánimo de la gente como algo normal y, en otras ocasiones, digno de tener en cuenta. La misericordia de Dios es infinita, pero esa condescendencia divina sólo se ofrece cuando somos capaces de reconocer nuestra condición de hombres y mujeres que necesitan del perdón de Dios. Cristo no ha muerto en la Cruz para que hagamos una enmienda a la totalidad de los mandamientos de Dios. Por supuesto que el gran precepto del Señor es el amor, pero no confundamos la entrega, la generosidad, e incluso el martirio, con “lo que me conviene”, “lo que me va bien”, o “lo que me dé la gana”.

“Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”. Estoy convencido de que los firmantes de esa apostasía no saben lo que piden. Tener conciencia del pecado es aprender a experimentar el amor y la misericordia de Dios en nuestras vidas, y yo rezaré por ellos. Decía una antigua expresión: “No importa que seas un gran pecador, lo interesante es que no quieras pecar más”. Hacer del pecado una debilidad que hay que consentir, no sólo nos aparta de Dios, sino que anula nuestra libertad.

María, nuestra madre, no se sintió molesta por la declaración de Jesús acerca de quién era su madre y sus hermanos. Ella cumplió la voluntad de Dios hasta el extremo. Y en ese abandono en el querer de Dios nos ayuda, a cada uno, a reconocer en nuestra debilidad el poder y la fortaleza divinas. Uniéndonos a la oración de la Virgen quizás podamos sembrar un poco de sensatez ante tanta ignorancia, que posiblemente no sea tan culpable, pero que nos aparta, por lo menos, del sentido común.