Jeremías 26, 11-16. 24; Sal 68, 15-16. 30-31. 33-34 ; san Mateo 14, 1-12
Estoy terminando una biografía de san Francisco de Asís apasionante. Escrita al modo de las “florecillas”, pero con una perspectiva periodística, te hace entrar en la psicología del santo y en la de los personajes que le rodean. Junto a la grandeza de un hombre que es capaz de dejarlo todo, absolutamente todo, por seguir a Cristo, también se recogen las miserias que acompañan a todo ser humano… aunque se trate de un “santo de altar”.
Helene Nolthentus, que es la autora de “Un hombre del valle de Espoleto”, relata así la muerte de Francisco: “Cuando realmente llegó su hora, quiso (Francisco) que lo despojaran de su túnica y lo pusieran desnudo sobre la tierra para esperar a la hermana Muerte. Todos los hermanos empezaron a sollozar y el guardián cogió apresuradamente una túnica, un taparrabos y una gran capucha. Comprendió lo que quería Francisco y por ello le dijo: ‘Tenéis que taparos con esto en nombre de la obediencia, pero recordad que sólo es prestado y que no debéis regalarlo’. Y con ello Francisco se sintió feliz, pues lo que él pretendía era ser fiel hasta la muerte a la señora Pobreza”.
No sé si es más admirable la actitud de san Francisco, o la de ese guardián, que lleno de sabiduría y amor de Dios, supo “engatusar” al santo para que quedarán a cubierto sus vergüenzas. La verdadera pobreza está reñida con lo miserable. Hay en todo hombre una dignidad que le hace percibir lo más bello de la creación, porque reconoce en ella la huella de su Creador. La pobreza que vivía san Francisco no le impedía que todo lo que iba dirigido a Dios (ornamentos, cálices, libros, etc.), fuera lo más precioso posible, sin escatimar en gastos (él vivía de la limosna).
“Que el Señor escucha a sus pobres, y no desprecia a sus cautivos “. Creemos en múltiples ocasiones que ser pobre es vivir miserablemente. Olvidamos que el desprendimiento que primero nos pide Dios es el de nosotros mismos (nuestro tiempo, nuestras cosas, nuestros juicios…). Todo lo demás puede estar envuelto en una sutil soberbia que se alimenta de lo aparente ante los demás. El demostrar a otros lo poco que tenemos es también una manera de vivir en la riqueza y la opulencia. ¿Has probado renunciar a ese absurdo capricho que tanto te ata? Puede tratarse hasta de ese minúsculo bolígrafo que, a pesar de los años, lo acaricias con la mirada, al modo de Golum en “El señor de los anillos”: “¡mi tesoro!”.
Puede resultar hasta gracioso, pero hay mucha esclavitud con eso de no alardear en cuestiones de lujo y, sin embargo, estar atados en lo absurdo. También en el Evangelio de hoy vemos a un hombre que vivió en la pobreza: san Juan Bautista. Si leemos atentamente su vida, descubriremos que su primer desprendimiento fue el del corazón. Sólo Dios cabía en él. Ni le importaban que le examinaran como un bicho raro, o que la supuesta mujer del rey Herodes le criticase. Jesús dijo de él: “Ningún nacido de mujer será mayor que Juan en el Reino de los Cielos”. Y cuando cumplió su misión dejó el camino al Señor. ¿El precio? su martirio. ¿La ganancia? la eternidad… y todos aquellos discípulos que después serían apóstoles de Cristo.
María era pobre y humilde, pero estoy seguro de que los pañales con los que cubriría a su hijo serían de la mejor calidad. Y una vez que Jesús fue crucificado, los soldados que le ajusticiaron no quisieron romper la túnica, porque era de una sola pieza. ¡Qué hermoso regalo el de la Virgen! (porque estoy convencido de que fue tejida por ella)… ¿Qué le darás hoy a tu Madre?