Éxodo 32, 7-11. 13-14; Sal 50, 3-4. 12-13. 17 y 19 ; Timoteo 1, 12-17; san Lucas 15, 1-32
“En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publícanos y pecadores para oírle. Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este recibe pecadores y come con ellos”. Esta actitud del Señor, que es ciertamente criticada por los “intelectuales” de la época, “los fariseos y los escribas murmuraban”, nos dice el Evangelio de la Misa de hoy, es, sin embargo, una enseñanza del Señor que debemos seguir aprendiéndola hoy también nosotros.
A todos nos gusta ser colocados en los primeros puestos, a todos nos gusta estar con personas importantes, o al menos vemos como muchos gustan de fotografiarse con los así llamados “famosos”, nos sentimos atraídos por las vidas de la gente de la televisión, del cine o de la farándula; ahí están para demostrarlo la profusión de programas que se alimentan de la trapisonda, de la murmuración, del cotilleo, diríamos en una palabra; jugando tantas veces con las vidas y la intimidad de las personas. A nadie le interesa estar con la gente pobre, sencilla, los “pecadores”, como nos dice el Evangelio a los que precisamente éste, Jesús, “recibe y come con ellos”.
Este mundo de hoy está vestido de plumas, de confeti, de serpentina, de oropel, de apariencia, de vanidad. Lo que importa es poseer, tener, que crean que uno vale mucho, impresionar, sorprender; divertirse, pasarlo bien. Y se huye del trabajo constante, de rezar, de la ayuda a los demás, de la generosidad, de consolar, de acudir a quien lo necesita, de “recibir a pecadores y comer con ellos”. Comer siempre es “compartir” con el prójimo.
Hay unas mujeres, en el mundo actual, éste al que me acabo de referir, que son todo lo contrario. Las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta, son un ejemplo, a quienes quizá seguro conoces bien. Pero junto a ellas, tantas otras hermanas, religiosas la mayoría, aunque también haya a veces laicos, pocos, que sí están “con ellos”, con los pecadores, con lo que a veces llamamos nosotros la escoria del mundo, lo despreciable, lo infame, lo vil.
¡Qué ejemplo son para nosotros aquellos que siguen tan de cerca a Cristo! Tan de cerca, que lo imitan en lo que todos deberíamos imitarle. Ciertamente no todos podemos tener esa vocación de entrega al prójimo, tan aleccionadora y radical, como vemos en almas de tanta finura y sensibilidad hacia los demás, que incluso dejan todas las cosas –como Jesucristo animaba a quienes les querían seguir— y se dedican a ser la luz del mundo. Faros que alumbran en los puertos a los que, si siguiéramos su ráfaga luminosa, nos ayudaría a encontrar muchas veces el sentido a ésta vida.
Es verdad: no todos podemos darnos de igual manera, ni nos pide el Señor esa entrega. Pero sí nos pide el Señor a todos que nos despojemos de tanta frivolidad, de tanta futilidad y superficialidad; que miremos el modo de ayudar más a los demás, quizá con nuestro tiempo, nuestro dinero (más allá del que nos sobra), ayudando precisamente a esas almas delicadas.
Que te intereses por cosas serias, que busques, quizá en tu propia casa, con tu familia, el modo de ser esa alma que está atento a las necesidades de los demás. A veces el más necesitado puede ser un hermano tuyo, un pariente próximo al que deberías ir a visitar: “comer con ellos”.