Hebreos 5, 7-9; Sal 30, 2-3a. 3b-4. 5-6. 15-16. 20 ; san Juan 19, 25-27

La Imagen de la Virgen Dolorosa, es fácilmente reconocible por todos los cristianos. Se ha representado en toda la iconografía religiosa desde que se empezaron a pintar los primeros cuadros o a esculpir las primeras rocas marmóreas desde la más antigua cristiandad. Y ahora, desde el siglo pasado también el séptimo arte ha querido representar –con mayor o menor realismo– la vida y pasión de Cristo.
Supongo que todas estas muestras, fruto del amor a la Virgen, a la madre de Dios y madre nuestra, por querer reflejar lo que debió sufrir María, quedará desvanecido con lo que en realidad padeció la llena de todas las gracias, pero no privada del dolor y del sufrimiento humano.
Sufrimientos desde antes de nacer Cristo, pues la incomprensión del pueblo ante la mujer embarazada “antes de estar desposada con José”; o el periplo de la Virgen en cinta camino de Jerusalén para empadronarse (“no había lugar para ellos en la posada”); hasta el mismo nacimiento (“lo envolvieron en unos pañales”); sin olvidar las penurias económicas de la Sagrada Familia –sagrada pero pobre–; el dolor de la Virgen cuando después de tres días caminando caen en la cuenta de que el Niño (“no está entre los pariente de la caravana”); y no nos metemos en el sufrimiento de la Madre de Jesús cuando fue teniendo noticias de cómo iban tratando a su Hijo los distintos personajes que, según nos relatan los Evangelios, maltrataban al Hijo de Dios de palabra (“queriéndole coger en alguna palabra”) y de obra (“lo llevaron a las afueras del pueblo para despeñarle”); o que habían llamado a su Hijo “Belcebú, hijo del diablo”; o cuando se fuera enterando de que “los judíos lo buscaban para matarlo”.
Que la Virgen tenía sensibilidad no nos cabe duda, es mujer, siempre más delicada que el hombre, más fina, más sutil para captar las alegrías o los dolores que están al lado de Ella, y, así nos lo demostró en las bodas de Caná: Ella sufriría al ver que aquella pareja que se casaba no había previsto bien las cosas y les faltaba bebida.
Hay dos momentos donde ese dolor cobra visos de un dramatismo, y a la vez abandono, en manos de Dios sublime. Y así ha quedado reflejado en aquella iconografía a la que me refería al principio: la Virgen a los pies de la cruz y cuando Cristo descansa ya en el regazo de su Madre, después del descendimiento de la cruz. No tenemos más espacio para referirnos a esos dos momentos. Pero hay un cuadro: “la Virgen dolorata” en el primer caso y la Pietá, en el segundo, a los que me remito. Contemplamos allí el dolor que refleja nuestra Madre para que sus sentimientos se traduzcan en un deseo ferviente de acompañar a María, y de no cometer lo que es la causa –mis pecados– de tanto dolor.