Proverbios 3, 27-34; Sal 14, 2-3ab. 3cd-4ab. 5 ; san Lucas 8, 16-18

“El Señor aborrece al perverso, pero se confía a los hombres rectos; el Señor maldice la casa del malvado y bendice la morada del honrado; se burla de los burlones y concede su favor a los humildes; otorga honores a los sensatos y reserva baldón para los necios”.
A veces pensamos que el Señor, si somos buenos, nos tiene que colmar, por ejemplo, con dinero, o con que todo el mundo nos aprecie o nos quiera, o que en el trabajo todo nos salga bien, porque “yo voy a Misa” o porque “yo rezo el Rosario o ayudo a los necesitados”. El libro de los Proverbios nos dice que al “perverso” el Señor lo “aborrece”. O que “maldice” al malvado”. Quizá algunos, al leer esto, les entra “la risa tonta”: ¿Y a mi que me importa que el Señor aborrezca o maldiga? Eso no sirve para nada. El hombre práctico, el hedonista, para el que solo vale lo que toca, lo que ve, las palabras, las bendiciones o maldiciones, se las lleva el viento: “tú pásalo bien y tira “pa’ lante”.
En los Proverbios se nos dice que “bendice la morada del honrado”, o que si luchas por no ser soberbio –la actitud que manifiestan los que renuncian a su fe— si eres “humilde” nos dice, El, entonces, te “concede su favor”
Pienso que estas palabras de la Sagrada Escritura son muy oportunas para reflexionar acerca de que no tiene por qué haber una relación causa-efecto, entre mi conducta buena y un premio “inminente” de Dios confirmando además, delante de todos, que soy bueno. Esto no sé si te sorprende, pero no es así. El Señor nos ha prometido el Cielo en dos sitios, o de dos modos distintos, mientras estamos aquí, en la tierra. Nos promete –la paz interior, la concesión “de su favor”, “bendice la morada del honrado”, “otorga honores a los sensatos”–; y después, en lo que podríamos llamar en el Cielo-Cielo nos promete: lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por mente humana, con tal de que le amemos.
No es verdad que para los que viven su fe, es decir, los que luchan por vivir en gracia de Dios y si, como es lógico, cometen errores, reciben el premio después, cuando se mueren; pero, aquí, en la tierra, lo pasan fatal. Es como si a uno se le presentara esta disyuntiva: o feliz en la tierra, pero te quedas sin cielo, o a sufrir en la tierra, si quieres ir al cielo. Esta disyuntiva es falsa, porque no hay mejor cielo en la tierra que aunque tengas dificultades, económicas, o físicas o de comprensión de los demás, te sepas amado, querido por Dios, y esto sólo es posible viviendo en la gracia de la fe. Y del mismo modo, podríamos decir que no hay peor infierno, aunque aquí tengas “todo lo que desees”, te adore todo el mundo, y te suban el sueldo cada mes, que no tener la gracia de la fe, es decir, el saber cuál es el sentido de tu vida, lo que da razón total y final a tu existencia. Por eso, para el cristiano hay un cielo -tierra y un cielo-cielo