Amós 6, la. 4-7; Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10 ; Timoteo 6, 11-16; san Lucas 16, 19-31

¡Cinco días!. Tengo cinco días al año para dejar de ver un rato a mis feligreses, sustituir a un buen sacerdote y amigo para que descanse y también descansar yo, y antes de la primera Misa del segundo día me llaman para decirme que se ha hundido la escayola de uno de los templos. No pienso ir -no soy escayolista-, y el vicario parroquial sabrá arreglar la situación.
Tres veces en dos años se ha venido abajo el mismo trozo de techo. No me extraña, el templo es un bajo de un bloque de pisos y el silencio meditativo se entremezcla con el chapoteo de los orines del vecino de arriba o sus cantos en la ducha (gracias a Dios parece que se lavan poco). Uno llega a estar harto de esta situación que amenaza con quitarle a uno la paz, máxime cuando llevas una colecta con la que no pagarías ni las formas que se han consumido. Siempre hay gente que te comentan lo rica que es la Iglesia mientras se montan en su BMW. La pobreza cansa y el que escriba florituras sobre los pobres seguramente lo haga desde el salón de su casa tomándose una buena copa de coñac. Aburre el no saber cada mes si podrás cobrar, el pedir a diario que no aparezca ningún contratiempo que te zarandee la ya exigua economía. La pobreza no es buena, ni bonita, ni agradable.
“Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba.” Lázaro va al seno de Abraham, el rico se condena al infierno…, luego las riquezas son malas y los ricos unos sinvergüenzas (pensará –y predicará-, alguno). Pues no: la riqueza no hace buenos o malos discípulos y seguidores de Cristo. El rico se condena por no querer mirar a Lázaro tumbado en su puerta y no haber puesto remedio a la pobreza. “Ay de los que se fían de Sión… Os acostáis en lechos de marfil… coméis los terneros del rebaño…canturreáis al son del arpa… y no os doléis de los desastres de José.”
La riqueza material – mucha o poca-, tiene el defecto de ser pegajosa como la pez y hacernos creer que somos lo que tenemos y, por lo tanto, socorrer al pobre es, en cierta manera, perdernos a nosotros mismos. Ponemos mil excusas para no compartir los bienes pero esos falsos razonamientos no acallan nuestra conciencia con lo que dejamos de mirar el mundo que nos rodea. Nos creamos un mundo de ilusión con compañeros del mismo mundo ficticio (la “beautifull people”), y vamos creando un abismo entre nosotros y los demás que ni Frodo Bolsón con su extravagante compañía podría atravesar. Mientras estamos en esta vida (y recuerda que no tenemos firmado cuándo será “el final del contrato”) la misericordia de Dios nos ayudará a cruzar ese abismo, a descubrir en el otro a los hijos de Dios y, por Cristo, salir al encuentro de sus necesidades, pues nos duele la pobreza. Pero llegará un día, como no espabilemos, que descubriremos al “único poseedor de la inmortalidad que habita en una luz inaccesible” y será demasiado tarde y ya ni “aunque queramos” podremos acercarnos a Él.
La única verdadera riqueza es Cristo que nos da libertad para ser desprendidos. Los pobres por Cristo son ricos, los pobres por nuestra injusticia están esperando nuestra ayuda. Pídele a la Virgen que te ayude a cruzar el abismo de la avaricia, el egoísmo y el materialismo antes de que sea demasiado tarde. ¿El primer paso? Mira muy cerca de ti, en la puerta, a ver si hay alguien que te necesite.