Daniel 7, 9-10. 13-14; Sal 137, 1-2a. 2b-3. 4-5. 7c-8; san Juan 1, 47-51
Debe haber un “gen tecnológico” que se ha desarrollado en estas últimas generaciones. Es asombroso descubrir a un niño de dos años y medio que se maneja como Pedro por su casa entre mandos a distancia y botones de todos los tipos de aparatos. Muchos padres y abuelos se sienten acomplejados cuando ven a criaturas que apenas levantan dos palmos del suelo manejar el video, el DVD y el dichoso ordenador con la soltura de Bill Gates en la época en que tenía que trabajar para ganarse la vida.
Pero cuando el niño introduce el emparedado de mermelada por el hueco reservado a la cinta del video el asunto se complica considerablemente. El sencillo aparato que se maneja con cuatro botones se hace un mundo cuando quitamos cuatro tornillos. Aparecen ante nuestra vista circuitos impresos (recubiertos en este caso de mermelada de frambuesa), cabezales, condensadores, cables e incluso alguna extraña lucecilla que llaman “Led.” Lo mejor es acudir al servicio técnico y que intenten que ese complejo cacharro vuelva a la normalidad de funcionamiento y la sencillez de uso.
“Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes.” Meditar la grandeza de Dios creo que está en desuso últimamente. Tenemos la manía de imaginarnos a Dios Padre como un viejecito barbudo y bonachón que pasea en zapatillas entre las nubes; a Dios Hijo como un predicador en parte apocalíptico y en parte franciscano vestido siempre con túnica y sandalias; y a Dios Espíritu Santo como una paloma de grácil vuelo (justo ahora que quieren que todas las palomas desaparezcan de las ciudades). Con esta mentalidad pensamos que cuando nos presentemos ante Dios será como ir a ver al tío-abuelo del pueblo que pasa los años –verano tras verano-, sacando punta a un palo con una navaja de Albacete. Como el niño con el video: cuando empiece Dios a hablarnos le controlaremos dando al “stop” y nos dedicaremos a dar una vuelta por el cielo curioseando en todos los rincones.
“Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre.” Celebrar hoy la fiesta de los santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael nos recuerda la grandeza de Dios, su señorío y excelencia y, al tiempo, nuestro ser de criaturas. Hoy en muchas predicaciones se darán tres mil requiebros para no admitir la existencia de los arcángeles, se harán piruetas dialécticas para negar su presencia y su acción pues nos recuerdan que nosotros no podemos dominar a Dios.
Sin embargo celebrar la existencia de los santos arcángeles, nuestro ser de criaturas y la inconmensurable grandeza de Dios nos debería llenar de alegría. “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.” Dios se fija en nosotros no por nuestra capacidad o porque “nos admire o le asombremos.” Se fija en nosotros porque nos quiere pues somos suyos. Cuanto más meditemos en la grandeza de Dios más cuenta nos daremos de su misericordia, de la grandeza de su amor, de la maravilla de poder relacionarnos con él.
Santa María comprendía la grandeza de Dios, por eso no tiene reparo en decir que el “Señor había mirado la humillación de su esclava.”Tú y yo no debemos intentar dominar a Dios, dejémosle ser grande.