san Pablo a los Filipenses 1, 1 – 11; Sal 110,1-2. 3-4. 5-6; san Lucas 14, 1-6
“Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando”. El Señor ya casi ni puede comer tranquilo. Este inicio del Evangelio de la Misa de hoy nos lleva a la situación de la Iglesia en nuestras tierras españolas. Podríamos pensar en la Iglesia en todo el mundo, pero quizá nos ayude a meditar más si pensamos en lo que nos está más cercano.
La Iglesia, y han pasado veinte siglos desde su fundación, sigue “siendo espiada”; continúa siendo como dice la Escritura “luz de las naciones” ¿Qué hace la Iglesia? ¿Qué dice la Iglesia del matrimonio? ¿Qué de las células madre? ¿Qué de…? Lo preguntan expresamente o implícitamente. Es curioso que uno de los periódicos que se editan en nuestro país podríamos decir de signo más contrario a los principios que defiende la Iglesia -no estoy refiriéndome a política, porque la Iglesia sólo defiende el depósito de la fe- es en su edición precisamente de los domingos cuando publica más artículos de opinión contra los valores defendidos por la Iglesia.
Teóricamente a esta corriente de opinión debería de importarle muy poco lo que diga la Iglesia, y, de hecho, si fueran preguntados dirían que les importa muy poco; pero luego, parece que no es así pues -salvadas las batallas de la arena política cotidiana- parece importarle el intento de deterioro de criterios que defiende esta vieja institución que lleva veinte siglos de vida.
Y los ataques van normalmente por presentar -por eso he dicho “vieja”- a la Iglesia como anclada en el pasado, con teorías contrarias al progreso, a la democracia; en una palabra, a la libertad. Por eso no es de extrañar que “con frecuencia, los católicos tenemos que oír que no estamos acomodados a la vida democrática” parece lamentar el Arzobispo de Pamplona, pero, “si esto fuera así -dirá en su carta pastoral de hace a penas unas semanas monseñor Sebastián-, sería difícil de explicar que la democracia haya nacido precisamente en el seno de los países de cultura cristiana”.
Y es cierto, dentro de las sociedades que fueron regadas a través de los siglos por nuestra fe cristiana, es donde se han forjado los conceptos de igualdad, de derecho de las personas, conceptos de autoridad, orden, servicio, bien común, justicia equitativa, distributiva, social. Es de la escuela cristiana, de lo aprendido en las clases de religión, de donde salen alumnos que luego van a lejanas tierras a propalar la fe de Cristo, sí, pero también, pues forma parte intrínseca, medular de esa doctrina y de esa fe católica, van a ayudar a los necesitados, a dar de comer al hambriento, a vestir al desnudo, a visitar al encarcelado…
Van a lejanas tierras -los misioneros- o a tierras tan próximas como los suburbios periféricos de las grandes ciudades de la vieja Europa o del ya no tan “nuevo mundo” americano, donde los que reciben formación cristiana y son católicos atienden los hospitales, los lugares donde se acogen hombres o mujeres infectados del Sida, los mismos que en su día quizá se burlaron de la Iglesia porque ella está en contra de la promiscuidad sexual y de las relaciones homosexuales.
Si alguien quiere -como estos fariseos que hoy nos muestra el Evangelio de la Misa de hoy-“espiar” a Jesucristo, a la Esposa de Cristo, a su Iglesia, que no se canse más y que abra bien los ojos, porque “por sus obras los conoceréis”; por eso se entiende perfectamente que, en el segundo versículo del salmo responsorial de la Misa de hoy, se nos hable de exultar de gozo al ver lo que hace la Iglesia no solo después de veinte siglos, sino “durante” veinte siglos, y exclame: “esplendor y belleza son su obra, su generosidad dura por siempre; ha hecho maravillas memorables, el Señor es piadoso y clemente”.