Apocalipsis 7,2-4. 9-14; Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6 ; san Juan 3, 1-3; san Mateo 5, 1-12a

“Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” Es el Señor quien así nos anima en un día especialmente significativo para recordar estas palabras: el día de todos los Santos.

Muy adecuadamente la Iglesia pone delante de nuestros ojos en el Evangelio de hoy, un pasaje conocido por todos como “el sermón de la montaña”, o más adecuadamente, “el sermón de las bienaventuranzas”. También se podría llamar, pues la traducción que tenemos hoy así llama a los que se comportan según el querer de Dios, “el sermón de los dichosos”.

Ciertamente la dicha mayor, la mejor buenaventura que nos puede pasar es conseguir la vida eterna y estar con Dios todos los días, después de nuestro paso por la tierra. Habremos conseguido el fin para el que nacimos. ¡Qué poco nos paramos a pensar en la finalidad de nuestra vida!, lo que da sentido a nuestra existencia, el para qué estoy en la tierra. Los hombres de fe tienen una suerte enorme sobre los incrédulos o los ateos (y esto no quiere ser, ni de lejos, ofensivo, es expresión de una pena). No encuentran respuesta a esa pregunta. Debe de ser terrible, y nosotros no podemos dejar de dar gracias a Dios por tener la fe -don gratuito de Dios-, que nos hace vivir, dentro de las penalidades propias de esta vida -disgustos, contradicciones, muertes de seres queridos, traiciones o injusticias sufridas-, con la alegría, la dicha, de saber cual es el final que aguarda a los que se esfuerzan por vivir las bienaventuranzas que predica el Maestro.

Hoy, esa alegría y buena ventura, queda muy patente y manifiesta. Primero, porque la Iglesia quiere que celebremos a todos los santos que no son sino los que han muerto en gracia de Dios, con su alma -quizá después de pasar a lo largo de su vida muchas veces por el sacramento de la confesión-, limpia a los ojos de Dios: porque a santo, a dichoso o bienaventurado, no llega el que nunca peca (mira San Pedro) sino el que siempre se arrepiente (mira a San Pedro).

Día de fiesta que, si nos fijamos en el Evangelio de la Misa de hoy parece lleno de contradicciones. Contradicciones o paradojas que aquellos que no tienen fe, no pueden llegar a entender el sentido pleno de lo que está diciendo el Señor: ¿Cómo se puede llamar “dichosos” a los pobres, a los que en este pasar por la tierra “lloran?” ¿Cómo atreverse a llamar “bienaventurados” a los que padecen hambre y sed de justicia? Si nos atrevemos a detenernos en estas “contradicciones” podremos sacar muchas consecuencias para nuestra vida. Consecuencias que harán que nuestras “desgracias”, las desgracias de esta vida, se nos cambien en alegrías.

Esto es, precisamente lo que han hecho los santos. Para todos los santos -como celebramos hoy-, la vida no ha sido un camino de rosas, sino que ellos, conociendo bien estas bienaventuranzas, han caminado por la tierra convirtiendo las espinas que realmente les pinchaban y les hacían sangrar -el sangrar del alma, más doloroso que cualquier otra herida corporal- en pétalos de rosas que, sólo con los ojos del alma sobrenatural, se puede ver. La fe es el colirio que limpia la retina para ver las realidades de este mundo con ojos de hijo de Dios. Dios quiere regalarnos ese colirio; en este proceder divino yo solo debo -como cuando alguien me pone unas gotas- permanecer quieto, con los ojos muy abiertos y, sobre todo, dejar -tener buenas disposiciones- para que mi Padre Dios derrame dentro de mi ojos, toda su lluvia de gotas de gracia, de modo que lo que permanecía oculto a mi vista, o era borroso, se haga patente o nítido.

Esta es la gran lección que nos dan todos los santos: dejar obrar a Dios; entonces la vida cambia completamente, y siendo la pobreza, o el llanto o el hambre o la sed males que nos aquejan, –así lo ve el hombre mundano- la fe, la gracia de Dios y la unión con El, convierten la desgracia en dicha, la mala ventura en bienaventuranza.