Apocalipsis 4, 1-11; Sal 150, 1-2. 3-4. 5 ; san Lucas 19, 11-28

La semana pasada atracaron a un sacerdote de un pueblecito cercano a Madrid. Le pusieron un destornillador en el cuello, lo encerraron en una habitación y se dedicaron a revolver toda la casa buscando “tesoros ocultos.” Los ladrones, además de bestias, demostraron su ignorancia: con el sueldo que tenemos los sacerdotes no estamos para amasar fortunas sino para calcular cómo llegar a fin de mes. Nuestro tesoro es otro y ése no nos lo pueden robar.
“Señor, aquí está tu onza; la he tenido guardada en el pañuelo; te tenía miedo porque eres hombre exigente, que reclamas lo que no prestas y siegas lo que no siembras.” Los hijos de Dios no podemos acercarnos al Señor con ese miedo servil del empleado de la parábola. Seguir a Cristo no es un juego de lotería en el que puedes ganar mucho o perderlo todo. Si somos fieles a la Gracia de Dios y al Espíritu Santo no tendremos miedo a poner en juego los dones de Dios. Puedes estar seguro de que Dios nunca nos abandona y cuida sus “inversiones.”
Pienso que a veces nos parece demasiado fácil conseguir los dones de Dios. No es nada difícil asistir a la Santa Misa, confesarse no es una labor ardua, larga y difícil, y para hacer oración no tenemos que cumplimentar cuarenta instancias y esperar una autorización. Que todo esto sea tan sencillo no significa que no haya que valorarlo por encima de todo y pensar que es una “decisión nuestra” el rezar, confesarnos o comulgar. Si el Señor no nos hubiera entregado su “onza” seríamos incapaces de dirigirnos a Él, no podríamos creer ni encontraríamos sentido a nuestra vida desde la fe. Miraríamos sin ver y escucharíamos sin oír.
Cuando alguien pone en riesgo su vida nos preocupamos, pues aunque razonemos que no hay nada más propio que la vida de cada uno, todos tenemos la “intuición” de que la vida es un regalo que no se puede arriesgar absurdamente. Algo parecido pasa con los dones de Dios: muchos los dejan morir, los entierran y piensan que cuando lleguen ante Dios le “devolverán” un bautizo prácticamente sin usar, una primera (y casi última) comunión, un arrepentimiento que jamás llegó a concretarse en una buena confesión, buenos sentimientos que -por miedo a descubrir los dones recibidos-, nunca se convirtieron en acciones. Cuando un cristiano pone en juego su “onza,” es apostólico, habla del amor y la misericordia de Dios a quienes le rodean, se entrega al servicio de todos los hombres por amor de Dios, entonces descubre que en cada momento de oración y principalmente en la Sagrada Comunión su tesoro va rindiendo y aumentando, cuando el “mercado fluctúa” a la baja se encuentra en la confesión un “superávit” que no podíamos imaginar.
Los enemigos de Dios, los que dicen : “No queremos que sea nuestro rey”, intentarán que escondas los dones que Dios te ha dado, que desconfíes de tu Señor y de tu rey, que te acerques a Él con miedo o, aun mejor, intentes “esquivarle” durante toda tu vida.
María nuestra madre nos hace descubrir la preocupación constante de Dios por nosotros, nos arranca del alma el miedo pues nuestro tesoro nunca nos lo podrán robar los más avezados atracadores y nos muestra la grandeza de nuestro destino: alabar a Dios durante toda la eternidad.