Génesis 1, 1-19; Sal 103, 1-2a. 5-6. 10 y 12. 24 y 35c ; Marcos 6, 53-56

Hay cosas que me asombran y espero que nunca dejen de asombrarme, por muy comunes o repetidas que sean. Una de ellas son los “piercing”: me da grima ver a una persona con la ceja, el labio o la nariz agujereada (a los pendientes me acostumbré); otra cosa es el queso en todas sus modas y variantes (aunque eso tal vez sea un “defecto de fábrica”); y otra de las cosas a las que espero no acostumbrarme es a la mentira. Mucha gente cuando se confiesa, y no sabe muy bien de qué, dice -como riéndose-, sin la menor importancia: “y por supuesto algunas mentiras, no graves, de esas piadosas para no hacer daño a otro.” Y se quedan tan contentos, como si mentir fuera una virtud o el supremo acto de generosidad hacia los demás.
“Y dijo Dios…” Hoy y mañana escucharemos muchas veces estas palabras. El relato de la creación, en la que Dios crea con su palabra, en cierta manera es confiarnos que Dios dice lo que hace y hace lo que dice. No es para tomárselo a la ligera. El hombre tiene la capacidad de hablar, de decir lo que piensa y pensar lo que dice, así se asemeja a Dios. Si utiliza la palabra para engañar se parece a Satanás, padre y príncipe de la mentira.
Por eso me asombra la mentira, la naturalidad con la que se ha instalado en nuestras vidas y la simpatía que la profesamos. La mentira es una hija que necesita de muchos cuidados para no ser descubierta, porque suele venir acompañada de sus hermanos y sólo crea intranquilidad y mala conciencia. Sin embargo, seguimos llamándola a nuestra vida como la gran “solución” a los problemas.
Cuando preparo a los novios para el matrimonio les insisto en este tema (aunque no sé si me entienden). El matrimonio no lo hacen los papeles, las firmas, los expedientes ni los cursillos. El matrimonio se hace con su palabra ante Dios y ante la Iglesia. En cierta manera es la palabra más semejante a la Palabra creadora de Dios: sus palabras “crean” un matrimonio donde antes había dos personas. Sin embargo cuántos van a desdecirse, a deshacer su compromiso, a destruir lo que habían creado y, ante un acta de divorcio, se van tan contentos como “si aquí no hubiera pasado nada.”
La sinceridad es muy importante. En los mayores que tienen que ser responsables de sus palabras y de sus actos, en los niños que aprenden desde pequeños a amar y respetar la verdad, en los adolescentes y en los jóvenes que aprenden que hay algo más que las apariencias. En tu vida y en la mía, ya que “Cristo es la verdad” y cualquier mentira, por pequeña que sea, nos aparta de Cristo.
“Los que lo tocaban se ponían sanos.” Si descubres en tu vida que se ha instalado la mentira, que estás engañándote a ti mismo, a Dios y a los demás, e incluso te llegas a creer tus propias excusas y falsedades, entonces acércate a Cristo. Cuéntale, ante el sagrario, tus “motivos” para no ser sincero y cuando te vayas dando cuenta de lo maravilloso que es no ser perfecto, pero que el Señor pueda decir: “y vio Dios que era bueno” se te quitarán las ganas de contar mentiras.
Santa María, nuestra madre, sabe descubrir la belleza que hay en nosotros, la belleza que hay en la verdad, no hace falta que se la maquillemos. Pídele a ella que destierres lejos de ti cualquier mentira, por pequeña o piadosa que sea.