Ester 14, 1. 3-5. 12-14; Sal 137, 1-2a. 2bc y 3. 7c-8; san Mateo 7, 7-12
«Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se s abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre”.
No debe producir desasosiego esta afirmación que acabamos de leer y que es palabra de Dios, y menos ser ocasión de un disminuir de nuestra fe y mucho menos abandonarla al comprobar, desalentados, que no siempre se cumplen estas palabras del Señor en nuestras peticiones.
El no recibir lo pedido no debe ser ocasión de “no creer a Dios” porque debemos interpretar las palabras del Señor, no sólo tomando un texto aislado, como han hecho los que -tomando sesgadamente las Escrituras- han hecho interpretaciones interesadas para no seguir al Señor o seguirle con resignación.
Así, en las líneas inmediatamente siguientes a esta afirmación del Señor de que “a todo el que pide recibe y al que llama se le abre”, añade: “Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le va a dar una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente?”. Antes de seguir, fijaros que el ejemplo que pone es el de un “padre” al que “su hijo” le pide algo. Es decir, un padre sabe que muchas veces los hijos piden cosas que no les convienen.
Nosotros podríamos decir: “porque piden cosas que no son buenas para ellos”. Y es verdad, según nuestra inteligencia, el conocimiento que tenemos de las cosas, si un hijo te pide veneno, lógicamente no se lo vas a dar.
Sí, ese ejemplo -el del veneno- es muy claro y fácil de concluir que aunque lo pida, el padre hace muy bien en no dárselo. Pero “yo pido cosas buenas”. Si no te suena mal te contestaría: “eso es lo que tú te crees”. Es decir, nuestra inteligencia tiene un alcance más o menos largo de las consecuencias, pero en Dios -su inteligencia, el conocimiento del por venir- llega hasta sus últimas consecuencias. Y lo que a primera vista parece bueno “sin ningún lugar a dudas”, no lo es tanto pasado un tiempo. Esto lo hemos observado en nuestra propia vida en infinidad de ocasiones: “yo pensé que sacando esta oposición, me iba a ir todo mejor”; “por culpa de que heredé todo este dinero, se acabó mi felicidad”. Incluso el lamento es directo: “con lo que me esforcé y ‘recé’ porque saliera este asunto, Dios mío, y ahora que mal estoy”, o más directamente aún: “si llego a saber que después de luchar por este asunto, y tanto pedir a Dios que me lo concediera, me iba a pasar esto, no hubiera yo rezado para que saliera”. Etc.
Hay una enseñanza en la Sagrada Escritura, y posteriormente enseñada por los Santos y por todos los autores espirituales, que se ha dado en llamar “el santo abandono”: el aprender a abandonar todo y, más importante aún, saber abandonarse uno mismo en las manos del Señor” es un paso importante en la vida del hombre.