Deuteronomio 26, 16-19; Sal 118, 1-2. 4-5. 7-8 ; san Mateo 5, 43-48

Ayer, en el Evangelio de la Misa, recordarás que el Señor nos hablaba de la necesidad de vivir la fraternidad, la caridad con nuestro prójimo. Pero era un esfuerzo general y referido a todo el mundo y más concretamente, a nuestros prójimos más próximos; y esto no es esto un juego de palabras, porque a veces somos más dados a compadecernos de los maltratados por el maremoto “Tsunami” en el sureste asiático, que con nuestro hermano que vive con nosotros, o nos apenan más las desgracias de una artista que vemos por la televisión que las de la propia madre o hija a la que no le perdonamos esta o aquella acción.

Pero hoy, el Evangelio que nos propone la Misa añade un matiz muy importante a todo lo dicho hasta aquí sobre la caridad: no la hemos de vivir con aquellas personas que “nos apetece vivirla” con los que “nos caen bien”, porque es verdad que -nos dice el Evangelio de hoy- “habéis oído que se dijo amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos”.

Esto debería de chocar tremendamente -como tantas cosas que Cristo enseñaba- a aquellos hombres que escuchaban por primera vez éstas enseñanzas del Señor. Entonces igual que ahora; pero ahora con el agravante de que estas cosas las hemos aprendido desde pequeñitos: “¿qué quieres que si él ha dicho esto de mi yo me quede callado sin decir nada?”, “¿a caso crees que soy tan tonto como para dejarme pisar por ese estúpido?”. Son reacciones -estas o parecidas- tan típicas nuestras que hasta da vergüenza el escribirlas.

El Señor nos está diciendo que nuestra fe, lo que la Iglesia nos trasmite (y que algunos, sin saber lo que hacen, están queriendo hacerla callar, queriendo quitar la religión católica de las aulas) nos enseña que no debemos devolver mal por mal, “porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. Hemos leído en la Misa de hoy.

Las enseñanzas en cualquier materia -matemáticas, Física, derecho, medicina- no son sólo para aprender y marcharse a dormir a casa. Como bien sabemos las enseñanzas son para aplicarlas a la vida práctica, al día a día. En este caso, para un cristiano, para un hombre de buena fe, estas lecciones magistrales, divinas -en el sentido más exacto de la palabra por cuanto que vienen de Dios- deben de ser para nosotros enseñanza hecha vida: hacer el bien a todos los que están a nuestro lado, sin hacer acepción de personas, ya sea que nos agradezcan el servicio que les prestamos, ya sea -costará más-que no nos den las gracias: “si amáis a los que os aman ¿qué mérito es el vuestro?”.