Jeremías 17,5-10; Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6; san Lucas 16,19-31

«Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor”. Así inicia Jeremías un consejo con una fuerte carga de tremendo reproche: “¡maldito!” La verdad es que no es para menos, pues confiar más en el hombre que en Dios, y buscar la fortaleza en las cosas de la tierra en la fuerza de otros hombres, más que en la fortaleza de Dios y en su confianza, no solo es maldito sino que, además, no es cuerdo.

No estamos cuerdos si actuamos así, pero lo bien triste es que ponemos en nuestras fuerzas, en “nuestra” sabiduría y sagacidad, toda nuestra confianza; o algo parecido, es decir, nos atribuimos a “nosotros” -el acierto en la resolución de un problema difícil o en la belleza de un trabajo que “me” ha salido muy bien- olvidándonos que es Dios quien nos ha dado esa inteligencia o ese gusto por la belleza o perfección en el obrar: “si todo lo has recibido, ¿de qué te glorías?”, nos recordará de vez en cuando el Espíritu Santo.

Además, el ejemplo que pone a continuación Dios, a través de Isaías, es tremendo para quien confía más en uno mismo que en Dios: “será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita” Es curioso, que quien quiso conseguir con sus fuerzas grandes logros, resulta que se queda seco “como un cardo en la estepa”, ciertamente pocas imágenes más patéticas que reflejen soledad y esterilidad.

“No verá llegar el bien”, añade como peor mal aún. Y se entiende, porque el hombre está hecho para el bien, y si no confiamos en Dios más que en nosotros mismos, nos quedaremos como las vírgenes necias, esto es, a las puertas de la gran fiesta cuando venga el esposo, el Señor, nuestro Bien. Quien no confía en el Señor “habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita”. Fijaros que duro: “habitará tierra inhóspita”; esto no es sino el reflejo vivo de lo que es la vida del hombre cuando vive de espaldas a Dios: “habita” en lo “inhóspito”. Y, además, de modo infeliz.

También nos habla el Espíritu Santo, afirmando que “bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza”. No confiar en el Señor, decíamos antes, era de hombres poco cuerdos; ahora, lo dicen todos los santos padres: “es de sabios” comportarte de acuerdo con la ley de Dios.

Por eso, la comparación que nos pone la Sagrada Escritura para quien confía en el Señor es, por el contrario, preciosa: “será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto”.

Árbol junto al agua, es decir tiene “a mano” lo que le da la vida. A veces vale la pena que nos detengamos en afirmaciones o comparaciones que hace la Sagrada Escritura para contemplar la belleza y profundidad de sus enseñanzas. Es triste que, en ocasiones, nos quedemos admirados ante un refrán “chino” (sea dicho con todo respeto hacia la amarilla raza), y pasamos por encima, sin saborear lo que no es tanto fruto de la sabiduría milenaria de ese pueblo, como del mismo autor de la sabiduría. Fijaros: quien confía en Dios será “como árbol junto al agua”, esto es, decía ¡la felicidad!. Comparad: el que no confía “habitará en lo inhóspito”, una contradicción, como la vida del hombre que vive sin Dios; y ahora, al que confía le sucederá que “su hoja estará verde”, que “cuando llegue el estío no lo sentirá”; “en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto”. Es maravilloso confiar en Dios.