Hechos de los apóstoles 19,1-8; Sal 67, 2-3. 4-5ac. 6-7ab; san Juan 16,29-33
En el Evangelio de hoy, san Juan, en el capítulo 16 refleja la alegría que tienen los discípulos después de escuchar al Señor, porque ésta vez, lo han entendido todo: «Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios.»
En nuestra vida, todos podríamos contar acontecimientos que no han tenido una explicación demasiado clara. No terminábamos de entender por qué el Señor permitió esto o aquello, pero de pronto, un buen día, nos sucede como les pasó a los discípulos del Señor: “ahora si que lo entiendo”, “ahora veo que esto era lo mejor para mí”; y ese día, como hoy leemos en el Evangelio, también decimos como los apóstoles que “por ello creemos que saliste de Dios”.
Este es un aspecto principal para nuestra vida, que las cosas salgan de Dios; que vengan de Dios y a Dios se dirijan. En la vida de todos los hombres acontecen mil sucesos variados, dispares, comprensibles unos, incomprensibles otros; momentos fugaces de felicidad y, quizá los más, de contradicciones e incomprensiones; momentos donde uno puede apreciar la miel del cariño de los suyos, o la hiel de la amargura de quienes deberían amarle y no lo hacen; la satisfacción y reconocimiento de sus jefes en el trabajo profesional, o el desagradecimiento, invaloración o desdén ante un trabajo costoso y bien presentado; o tantos otros ejemplos que constituyen el entramado ordinario y diario de la vida de un hombre en la tierra.
Pero sólo hay una cosa que da sentido y unidad a la vida de un hombre: que todo lo que esté haciendo “salga de Dios” y a Dios se dirija. Por eso, bueno será pedir a Dios que nuestras acciones empiecen siempre por Él, continúen asistidas por Él mientras las realizamos, y terminen en sus manos, para la gloria de Dios y a cuenta de nuestra salvación.
¿Y cómo podemos saber que nuestras acciones están recorriendo este itinerario divino? La respuesta nos la da el Señor unos pocos versículos más abajo en este mismo Evangelio: “os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí”. Es decir, nuestro trabajo está hecho según el querer de Dios si en nuestras luchas y afanes de cada día no perdemos la paz; quizá también por eso Jesús nos dice, justo a continuación de este versículo, que “en el mundo tendréis luchas; pero tened valor. Yo he vencido al mundo”. Y no perdemos la paz porque un cristiano sabe que el Señor está con él.
Esta es la señal clara de que nuestras obras tienen su destino valorado, reconocido y amado por Dios: cuando su realización no nos llena de amargura, sino de paz y de tranquilidad. Esas obras, así realizadas, puedan estar impregnadas de pena, pero no de tristeza; pueden estar saturadas de aquella falta de comprensión de la que hablábamos más arriba o, tratarse de acciones que pese a haber puesto nosotros mucho cariño, luego, los demás no responden con la caridad que esperábamos. Si lo hacemos todo por Dios, si todo va dirigido a Él, estos desdenes no nos quitarán la paz, porque comprobaremos que, junto a la pena o el dolor, está la alegría del reconocimiento que hace Dios de nuestras acciones. Así lo vemos en la Virgen María. Tendría pena, y mucha, ante la pasión de su Hijo y muerte en la cruz, en el Calvario, donde quiso estar presente a los pies de su Hijo, pero junto al dolor, también tendría la alegría y la satisfacción de saber que esa acción, tan dura, estaba siendo vista y querida por Dios, pues sabía que se estaba realizando la redención del género humano: de Dios salía y a Dios se dirigía.