Eclesiástico 42, 15-26; Sal 32, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9; san Marcos 10, 46-52

“Voy a recordar las obras de Dios y a contar lo que he visto”. Los santos cuando hablan de Dios dicen cosas realmente hermosas. Así, Santa Teresita de Lisieux, la joven carmelita patrona de los misioneros, habla de su propia experiencia: “¡Con qué dulzura le entregué mi voluntad! Sí, quiero que Él se adueñe de mis facultades de tal forma, que yo ya no realice acciones humanas y mías personales, sino que mis actos sean totalmente divinos, inspirados y dirigidos por ese Espíritu de Amor”. Tener una verdadera relación con Dios lleva, inevitablemente, a hablar de Él. Es como el que tiene un gran tesoro (tal y como nos narra el Señor en algunas de sus parábolas), y el corazón le lleva a compartir semejante dicha y alegría con los demás. Evangelizar, llevar el anuncio del Evangelio al mundo entero, como Jesús pidió (y nos pide ahora) a sus discípulos, es consecuencia del amor. Tenemos la gran certeza de tener en nuestras almas el mayor de los dones, la gracia de Dios, y no puede quedar escondido sin más. Proclamar en nuestros ambientes las maravillas con que el Señor quiere dar a todos los que le busquen con sincero corazón es, por nuestra parte, obligación grave. Cualquier circunstancia, por muy pequeña que sea, puede ser una oportunidad estupenda para dar testimonio de lo que llevamos dentro. Incluso alguien que se encuentra abatido o triste, puede encontrar en nuestras palabras, además de consuelo, un reclamo del amor de Dios… ¡No perdamos el tiempo!, hay que dar de lo mejor que tenemos (ya que no es nuestro, sino de Él), y llevar almas, ¡muchas almas!, a Dios.

“¡Qué amables son todas sus obras!; y eso que no vemos más que una chispa. Todas viven y duran eternamente y obedecen en todas sus funciones. Todas difieren unas de otras, y no ha hecho ninguna inútil. Una excede a otra en belleza: ¿quién se saciará de contemplar su hermosura?”. El autor del libro del Eclesiástico también debió ser alguien muy entregado a Dios. Semejante manera de dibujar la presencia del Creador en el mundo es una verdadera llamada universal para que seamos santos. Si supiéramos entender el lenguaje de Dios en cada persona o en cada acontecimiento, no veríamos en las desgracias una limitación divina, sino nuestra propia limitación por un lado, y la inmensidad de Dios por otro. Dejarnos abrazar por su misericordia es ponerle a Él en lugar de tanto “yo”… y de tanta queja mediocre. Dios lo quiere todo, y nosotros vamos poniendo obstáculos para que sea el “timón” definitivo de nuestras vidas.

“¿Qué quieres que haga por ti?”. Decíamos lo admirable de algunos santos cuado hablan de Dios, pero creo que aún más precioso sería escuchar sus conversaciones con Él. Hemos hablado de la necesidad de hablar de Dios, pero también podemos caer en el “hablar por hablar” y no saber escuchar. Hablar con Dios, ante la pregunta de lo que queremos de Él, es responder a la manera del ciego Bartimeo: “Maestro, que pueda ver”. Es necesaria mucha oración (y mucha madurez sobrenatural) para hablar en ese tono con Dios. Significa abrir los ojos, ya definitivamente, a nuestra pobreza de corazón, para que Dios, viendo nuestra gran debilidad, nos abrace y nos “aúpe” a Él definitivamente.

“Anda, tu fe te ha curado”. Una vez más el Señor nos pide confianza en Él. ¿Quieres un consejo? Habla con Dios con la misma sencillez con que lo hizo la Virgen nuestra Madre: “Hágase en mí según tu voluntad”.