Génesis 15, 1-12. 17-18; Sal 104, 1-2. 3-4. 6-7. 8-9; san Mateo 7, 15-20

“Por sus frutos los conoceréis”. Es una gran verdad. Los hombres somos lo que son nuestras obras. Es cierto que un grano no hace granero, pero ayuda al compañero. Cuando nosotros hacemos un acto bueno, nos va a ser muy útil, de mucha ayuda para la próxima vez que se presente un caso igual o parecido y salir victoriosos. Por ejemplo, si al sonar el despertador por la mañana nos levantamos en seguida, un día y otro, sin remolonear, sin dar espacio a la pereza, sino con prontitud y diligencia y ofreciendo ese esfuerzo a Dios, cada día nos seguirá costando levantarnos, pero cada vez nuestro diálogo con la pereza, será menor y nuestra seguridad de levantarnos por amor a Dios, será mayor.

“Por sus frutos los conoceréis. A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos?”. Es evidente que la respuesta es que no. Fijaros que el Señor pone un contraste muy claro: uvas, algo dulce y jugoso, frente a zarzas, que tienen espinos, pinchan y hacen sangre. Y, también habla de higos, que era una de las frutas mas apreciadas por los judíos, pues alimentaban mucho, saben muy bien; fruto que el Señor contrapone con los cardos, que son claramente todo lo contrario. Es casi una referencia velada -a otros les parecerá más clara- de la virtud de la caridad. De una persona tosca, gruñona y egoísta se dirá de ella que es “un cardo”

También merece la pena hacer especial mención de una característica de la zarza: el aparecer enmarañada y embrollada. Si uno cae entre sus ramas, acaba enredado, a veces es difícil desenmarañarse y, en cualquier caso siempre sale uno pinchado y algo -poco o mucho-ensangrentado.

Es verdad que Jesucristo nos quiere tanto que hasta cuando parece que pone dos ejemplos al azar, si los pensamos un poco, podremos sacar siempre muchos aspectos para nuestra meditación y -no lo olvidemos- para que apliquemos sus enseñanzas a nuestra vida.

No podemos ser personas cardo o zarza, porque si no nuestros frutos serán igual: desagradables, nada caritativos, punzantes, ariscos y ásperos.

Pero como bien sabemos, los frutos vienen elaborándose en el árbol que salió de una semilla. Es decir, según lo que sembremos en nuestro corazón, las semillas que “cultivemos” en nuestro interior, eso daremos después.

No es que haya unas personas que nacen “cardo” (molestas y liosas), o “uva” (dulces y sedosas), sino que vamos siendo lo que queremos ir siendo: cada vez uno es más entrañable, cordial, afable, tierno, familiar; o por el contrario si va dejando rienda suelta a lo que también llevamos todos dentro, esto es, egoísmo, asperezas, rigideces, durezas, entonces estas semillas irán creciendo en nosotros de modo que habrá un momento en que la gente dirá “¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos?. Los árboles sanos dan frutos buenos, los árboles dañados dan frutos malos”. Veis. No dice un árbol malo da frutos malos, sino un árbol “dañado”, es decir, había nació bien, fue creciendo bien, pero en un momento dado se dañó, algo pasó en su raíz, en su tronco o en sus ramas que hizo que aquel árbol, llamado por la naturaleza a dar sabrosos y ricos frutos, resulta que, porque “voluntariamente” quiso, no dio los frutos esperados.

Cuidemos pues, nuestras raíces, bien arraigadas en Dios, nuestro tronco, firme y consolidado en la fortaleza de la Iglesia, y nuestras ramas se doblarán entonces como signo de adoración cargadas de frutos para Dios.