Éxodo 34, 29-35; Sal 98, 5. 6. 7. 9 ; san Mateo 13, 44-46
No hace muchos días, el domingo pasado, en la Misa teníamos ocasión de oír en el Evangelio un texto que era prácticamente igual al que en la Misa hoy se nos propone a nuestra consideración; decía y dice hoy también así: “En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo”.
Pero hoy, el Evangelio añade unos pocos versículos más, que añaden un matiz al del domingo.
El domingo pasado veíamos qué era lo más inteligente que se podía hacer cuando uno encontraba “un tesoro” tan grande e importante como el que encuentra el hombre de la parábola: vender todo para comprar el tesoro. Y añadíamos que ese tesoro, había sido identificado por los Santos Padres de la Iglesia y por los Santos, unas veces con la fe, otras con el tesoro de la gracia de Dios y, otras veces con la vocación.
Bien, añade ahora el Señor unas palabras que, aparentemente son una redundancia con lo dicho anteriormente : “El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra”.
Parece lo mismo, pero no lo es. Porque en el primer caso, el hombre que encuentra el tesoro es un hombre, podríamos decir, “cualquiera”, pero en este segundo ejemplo es un entendido en perlas; y, además lo que encuentra no es “un tesoro” en general, sino una perla (es decir, de lo que él ya conoce y sabe bien) pero “de gran valor”.
La reacción, es verdad que es la misma que la del primer hombre: “se va vende todo lo que tiene y la compra”.
Podríamos pensar que este “comerciante en perlas finas” somos nosotros, es decir, los cristianos, los católicos que ya sabemos qué es una perla, estamos acostumbrados a tener perlas entre nuestras manos (en nuestro corazón): cuántas veces habremos dicho o pensado después de leer un trocito de la vida del Señor en el Evangelio que nos ha ayudado mucho: “¡esto si que es una perla!”, “esto es una joya”. Incluso textos que hemos leído con frecuencia en nuestra casa, o estando en Misa un domingo hemos oído del Evangelio. Perlas que, de pronto, hemos descubierto -como el mercader que había visto en su vida tantas perlas- “de gran valor”.
San Francisco descubrió la perla “de gran valor” que era vivir la pobreza, con un desprendimiento de los bienes materiales hasta el fin; o San Ignacio de Loyola descubrió la perla de la obediencia delicada y prioritaria al Santo Padre, al Papa; o Santa Teresa de Jesús, un día, –nos cuenta ella- al ver a un Jesús atado a la columna y todo llagado y flagelado, “descubrió”, se dio cuenta, de que debía cambiar de vida y llevarla, a partir del descubrimiento de esa perla que era, y es, “de gran valor”, una vida más mortificada y austera; o San Josemaría que descubrió la joya, de la posibilidad de hacerse santos en todas las profesiones honestas de este mundo.
No es la perla de San Francisco, ni de San Ignacio ni de Santa Teresa ni de San Josemaría, la perla estaba ahí, el propietario es Dios, la ha puesto Él pero ellos, un día, descubrieron la perla de “gran valor”.
Comerciantes de perlas preciosas eran todos los que, a modo de ejemplo, te ponía encima de estas líneas, y, un día, “al encontrar una de gran valor”, vendieron todo lo que tenían y fueron a vivir de acuerdo con la riqueza que habían descubierto.
Te he puesto ejemplos de santos que todos conocemos, pero también tú y yo, podemos. Como “comerciantes de perlas” que somos todos los cristianos, debemos seguir buscando, para encontrar más perlas “de gran valor”, y, luego, –si me permites decirlo así- “no ser tonto” y vender todo para vivir de acuerdo con esa “perla de gran valor” encontrada.