Apocalipsis 7,2-4. 9-14; Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6 ; san Juan 3, 1-3; san Mateo 5, 1-12a
Anteayer por la noche llovía generosamente en Madrid. Los “hombres del tiempo” anunciaban lluvias para casi toda la semana. Parecía que mis planes de dar una vuelta por la sierra con algunos chavales se iba a quedar en “papel mojado.” El lunes algunos densos nubarrones cubrían la capital. Parecía que esta vez iban a acertar los meteorólogos, a pesar de lo cual decidimos acercarnos hasta la sierra. Cuando llegamos, un día radiante. Hasta pasamos calor montando a caballo, pudimos comer en medio del campo y volver sin que nos cayese una gota de lluvia. A veces parece que los “hombres del tiempo” no aciertan nunca. ¿Para qué la meteorología mira tanto al cielo si casi siempre se equivoca con lo que pasa en la tierra?. (Con todo mi respeto a los que se dedican a tan noble ciencia).
“Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo.” Pienso que a veces a los cristianos nos ha pasado como con las noticias del tiempo: desconfiamos de lo que dicen del cielo. “¡Sí, sí –se comenta-, muy bien lo del cielo, pero hay que mirar a la tierra!” De tanto mirar la tierra de nuestros zapatos se nos ha olvidado mirar al cielo. Poco a poco el cielo se ha ido convirtiendo en una especie de quimera, de lugar irreal (o ideal), que no se sabe muy bien qué significa ni qué aporta a la vida del cristiano. Es como el caramelo para engañar al niño, pero en el fondo inútil para nuestra vida.
Sin embargo tenemos que volver a mirar al cielo. No podemos olvidar que la muerte y resurrección de Cristo tienen como efecto el abrir las puertas del cielo, que hasta entonces permanecían cerradas pues, si no es por el Señor, ninguno seríamos dignos de traspasarlas. Es la diferencia entre ser criaturas y ser hijos en el Hijo. Es lo que hace a Juan, que había contemplado el cielo en las visiones del Apocalipsis, el exclamar gozoso: “Queridos hermanos: Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!.”
Mirar al cielo no es olvidarse de la tierra, todo lo contrario. Mirar al cielo es saber que estamos destinados al Amor, a un Amor que no hemos conocido en esta vida, a un Amor pleno y verdadero, al Amor de Dios. Y justamente por eso en esta vida nunca podremos decir que amamos suficiente, que nos entregamos demasiado, que ya hemos dado mucho. Mirando al cielo el cristiano nunca deja de caminar, nunca se queda sentado al borde del camino diciendo: “No puedo más,” pues sabe que su meta está aún por llegar. Mirando al cielo las Bienaventuranzas no son el “consuelo de los ingenuos,” sino suspiros, pequeños retazos, del auténtico Amor que Dios nos tiene. Mirando al cielo descubrimos un amor nuevo, y cada día renovado, por esta vida que aquí tenemos y que nos parecerá poco para gastarla en dar gloria a Dios. El cristiano que no mira al cielo acaba mirando su propio ombligo y acaba haciéndose incapaz de Dios. “Dejadme ir a la casa del Padre,” dicen que estas fueron las últimas palabras de Juan Pablo II. Eso es gastar la vida para llegar a descansar en Dios.
Santa María está en cuerpo y alma en los cielos, acompañada de todos los santos que hoy celebramos. Para buscarla tienes que mirar al cielo y descubrirás que así amarás más la tierra.