Daniel 7, 15-27; Dn 3, 82. 83. 84. 85. 86. 87; san Lucas 21, 34-36

Este sábado es el último día del año litúrgico. Mañana se inicia el tiempo de Adviento que nos preparará para la Navidad. Por eso el Evangelio contiene un llamado para permanecer siempre firmes y atentos. Como un atleta, que ha de entrenarse continuamente para mantenerse en forma y así poder mantener la categoría, el cristiano también ha de mantener la tensión. Pero fijémonos bien que, en este caso, se trata de una petición. Hay que pedir la fuerza. Son dos cosas, la libertad (estad siempre despiertos) y la gracia (pidiendo la fuerza). No se contraponen como piensan algunos, se suponen mutuamente.
Recuerdo una novela que me impresionó mucho: El Señor de las Moscas. Narraba la historia de unos niños que quedaron abandonados en una isla. No había ningún adulto que pudiera ayudarlos. Pero ellos tenían el deseo de ser rescatados. Para ello encendieron una hoguera con la esperanza de que pasara un barco y viera la columna de humo. Toda su vida en la isla giraba en torno a ese hecho, mantener la hoguera encendida. Evitar que se apagara el fuego era lo más importante. Con el tiempo algunos niños prefirieron jugar y dejaron de considerar importante el fuego, porque les parecía inútil. Se aficionaron a la isla, en la que no debían estar, y acabaron olvidando que debían salvarlos.
Sirve para entender el Evangelio de hoy. Jesús nos advierte que no debemos dejar que se embote nuestro corazón. Y señala tres peligros distintos: la comida, la bebida, y los agobios de la vida. Con el primero indica la persona que se preocupa sólo de su bienestar terrenal y olvida la vida eterna; con la bebida se refiere al que quiere olvidar su condición porque la espera se le hace difícil, y con la tercera indicación, los agobios de la vida, apunta a la pérdida de esperanza porque no ve las circunstancias presentes en la perspectiva de la eternidad. Lo que ocurre es que la preocupación por la salvación pasa a un segundo término y queda finalmente olvidada. La llamada de Dios puede perderse por dos motivos muy distintos: la vida caprichosa y el centrarse demasiado en las cosas terrenas, creyendo que son un fin en sí mismo.
La beata Teresa de Calcuta dedicaba cada día largo tiempo a la adoración eucarística. Incluso hay una tarde entera que las monjas han de pasar ante la custodia. Aparentemente en ese tiempo descuidan a los pobres y necesitados. No es así. Ordenan las cosas, porque si no dedicaran mucho tiempo a estar con el Señor después tampoco podrían reconocerlo en el rostro de los que sufren.
La realidad, las legítimas ocupaciones y el tiempo también bueno para el descanso y la distracción, han de estar debidamente ordenados. De esa manera la presencia del Señor se mantiene en todo. De alguna manera eso es lo que expresaba san Juan Berchmans cuando le preguntaron que le gustaría hacer si supiera que ya le llegaba el momento de la muerte. Con alegría juvenil respondió: seguiría jugando en el patio como lo estoy haciendo ahora.
La vida ordinaria, las ocupaciones cotidianas, no se oponen a la espera del Señor. Al contrario, son realidades buenas queridas por Dios. Pero en medio de ellas hay que mantener la atención en Dios y pedirle constantemente fuerzas. Es lo que, en el lenguaje espiritual, se designa como “presencia de Dios”. De esa manera el Señor nunca nos sorprende, porque siempre lo tenemos delante. Así vivía la Virgen María y por eso acogió con generosidad el anuncio del ángel. Pidámosle que nos enseñe a estar atentos a Dios en todas las circunstancias.