san Juan 2,22-28; Sal 97, 1-2ab. 2cd-3ab. 3cd-4; san Juan 1, 19-28

Tanto la primera lectura de este día como el Evangelio nos hablan de confesar a Jesucristo, dar testimonio de Él. Juan Bautista lo hace reconociéndose precursor, pero no Mesías. Sorprende la humildad del profeta del desierto que atraía a multitudes que iban a él para ser instruidas y bautizadas. Juan Bautista dice de sí mismo que no es digno ni de desatar la correa de la sandalia de Jesús. Jesús, como sabemos, corresponderá a ese abajamiento de Juan pidiéndole que lo bautice. Dios enaltece a los humildes. Sorprende también el impacto que causaba una personalidad como la del Bautista. Era tal el estupor que producían sus palabras y su modo de vida que llegan a preguntarle si él es el Mesías o algún profeta. Lo mismo sigue sucediendo hoy donde hay un auténtico discípulo de Cristo. Lo sabemos: si somos fieles a la gracia nuestro testimonio, aunque sólo sea la vida, remite a otro.
Hace pocos días un muchacho de dieciocho años me pidió prepararse para el bautismo. Le pregunté el por qué. Me dijo que veía que los bautizados vivían de una forma diferente. Le contesté que eso no era exacto porque hay cristianos que ni siquiera son conscientes de su bautismo, y muchos que ignoran lo que significa ser hijos de Dios. Replicó diciendo: “Es verdad, pero todas las personas que yo conozco y me ayudan a ser mejor están bautizadas. Por eso noto que me falta eso.” Donde hay auténtica fidelidad al Evangelio se da testimonio de Cristo.
La primera lectura, del Apóstol san Juan, señala otro aspecto relevante de la fe cristiana. Quien niega a Cristo niega también al Padre. Nosotros estamos en relación con Dios Padre por mediación del Hijo. Es Él quien nos lo ha dado a conocer y quien nos pone en comunicación con el Padre. Por la gracia somos hijos de Dios en el Hijo, en Jesús. No hay fe cristiana sin Jesús. Una vez me sorprendió un grupo “cristiano” . Se reunían para orar. Les acompañé un día. Vi que hacían muchas plegarias bastante originales, pero en ninguna se mencionaba al Hijo. Ni siquiera hubo un Padrenuestro. No nos corresponde juzgar a aquellas personas, pero sin duda allí había un déficit importante. Lo que sabemos de Dios es por Jesús, que se ha hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación. La lectura de hoy es bien clara: “Y ahora, hijos, permaneced en él para que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no quedemos avergonzados lejos de él en su venida”.
El Verbo encarnado es la morada del hombre. Hay que unirse íntimamente a Él y quedarse con Él. Lo hacemos en la oración, en la adoración eucarística, manteniendo la presencia de Dios a lo largo del día…
Hay un momento en que san Pablo dice: “¿quién nos separará del amor de Cristo?”. Y el apóstol suelta una retahíla de situaciones dificilísimas: persecución, hambre, espada, los poderes del infierno… Y dice que nada puede separarnos. Son palabras que hacen temblar porque nosotros conocemos la debilidad y sabemos de flaquezas. Pero también conocemos que Dios no deja a los que le aman. Por eso hay que confesar sin miedo su nombre. No somos cristianos anónimos, sino personas redimidas, a las que Dios ha llamado por su nombre. Por lo mismo Dios no ha entrado en la historia para pasar desapercibido sino para darse a conocer. A nosotros, que hemos sido hechos amigos suyos nos corresponde darlo a conocer.