Isaías 60, 1-6; Sal 71, 1-2. 7-8. 10-11. 12-13; an Pablo a los Efesios 3. 2-3a. 5-6; an Mateo 2, 1-12
En la fiesta de hoy se muestra la grandeza del corazón de Dios. Jesús no se ha encarnado para darse a conocer a unos cuantos, sino para encontrarse con todos los hombres. En la figura de los magos vemos el cumplimiento del deseo inscrito en todo corazón: encontrar a Dios. Y vemos también la voluntad salvífica universal de Dios, porque, como dice san Ignacio de Antioquia, Jesús no nació “bajo su estrella”, sino que la estrella vino donde él nació. Y además, se señala otra cosa: detrás de toda contemplación, en el estudio, el trabajo o simplemente gozando de la naturaleza, se encuentran las huellas del Creador. Hay un salmo que dice: “El cielo canta la gloria de Dios”. Los Magos lo vieron porque no redujeron la realidad a sus prejuicios sino que conformaron su vida a la verdad de las cosas. Siguiendo ese camino llegaron a Belén y allí su alegría fue inmensa. No habían encontrado la respuesta a tal o cual pregunta, sino la solución al enigma principal e ineludible: el sentido de su propia vida. Por eso, pueden regresar a su casa por otro camino. Llegaron siguiendo indicios, con dudas y habiendo de preguntar a Herodes. Pueden volver de otra manera. Pero ojo, porque saben que habrán de custodiar lo que les ha sido dado. El peligro de retroceder es muy grande, porque Herodes, quiere matar al Niño.
¿Qué simboliza Herodes? Herodes sabe. Tiene expertos a su servicio y puede alcanzar la verdad. Ellos pueden indagar en las escrituras y conocer las profecías. Pero ¿ de qué le sirve? De nada sirven los conocimientos si no hay rectitud de corazón. Herodes también tiene un problema y es que no quiere ser medido por la verdad. No quiere cambiar de vida ni, tampoco, quiere encontrarse con Jesús. El cristianismo no es una ciencia que se transmite. Reducida a eso, Herodes hubiera aceptado encantado. Pero nuestra fe, precisamente, consiste en el encuentro con Alguien, a quien es preciso adorar. No le hubiera costado mucho acercarse a Belén. Los Magos, de hecho, habían venido de mucho más lejos y con unos signos mucho más vagos que las profecías conocidas en Jerusalén. Hay que ponerse en camino. También nosotros porque si no podemos intelectualizar nuestra fe.
La renovación en la Iglesia se produce porque continuamente hay gente que viaja de nuevo a Belén. Me pregunto si los cristianos a veces no damos el triste espectáculo de Herodes y su séquito. Hay gente que nos pregunta, porque quieren encontrase con Cristo. La pregunta será más o menos explícita. Y nos conformamos con una respuesta vaga. Señalamos con el dedo, indicamos de mala gana el camino, hablamos como eruditos o simplemente mostramos sorpresa. De poco sirve si no nos encuentran en camino. La ruta que conduce a Cristo después se transforma en seguimiento. Sin Él todo lo demás queda en letra muerta, en promesas cuyo cumplimiento acaba siendo increíble. Es lo que sucedió aquellos días en Jerusalén. Tenían la palabra de Dios, pero no quisieron a Dios.
Hoy, al mirar gozosos a todos los pueblos que se van incorporando a la Iglesia, no podemos dejar de pensar que quizás también nosotros hemos de rehacer el camino. Para cada hombre luce una estrella en el cielo por la que Dios habla a su conciencia. Jesús, sin embargo, sólo hay uno.