Isaías 42, 1-4. 6-7; Sal 28, 1a y 2.3ac-4.3b y 9b-10 ; Hechos de los apóstoles 10,34-38; san Marcos 1, 7-11

Juan el Bautista, el precursor del Señor, es también uno de los protagonistas en la fiesta de hoy: la manifestación de Dios en el Bautismo de Jesús. Hace dos días éramos testigos de esa otra manifestación, la Epifanía, en la que unos Magos venidos de Oriente fueron a adorar al Niño Dios. En aquella ocasión contemplábamos hasta qué punto era capaz de humillarse el poder de Dios para hacerse asequible a nuestra propia debilidad. Ahora es el Bautista el que reconoce la divinidad de Cristo y se aparta, una vez terminada su misión, para que sea otra Luz la que brille, ya definitivamente, sobre la humanidad.

San Pedro, en el libro de los Hechos, nos recuerda que Dios no hace distinciones, sean ricos o pobres, niños o ancianos, sanos o enfermos… Todos entran en el plan de Su salvación. Dios quiere, como dirá san Pablo, que todos los hombres se salven, que descubran la paz que quiere llevar a todos los corazones, y que unos pobres pastores escucharon anunciar la noche en que nació el Salvador. ¡Sí!, pobres somos todos (da igual la condición o el estado de cada uno), porque cuando no se tiene lo esencial, el amor de Dios, nos encontramos en la misma situación: huérfanos de la gracia divina, que es la que nos da la garantía de ser algo más que “buenos”; nos hace incorporarnos a la obra del Espíritu Santo, que no es otra cosa, sino participar de la misma santidad de Dios.

Una voz sale del Cielo proclamando que Aquel que es bautizado en el Jordán es su Hijo. Pero es importante que recordemos que esa misma invitación se nos hace a cada uno de nosotros. En el bautismo de Cristo está también el nuestro propio, porque hemos sido incorporados a participar de una única filiación divina que poseemos por los méritos de su Hijo. “Tú eres mi hijo amado, mi predilecto”, te dice Dios también a ti, para que se manifieste en tu vida el amor que te tiene y que has de custodiar, como el mayor de los regalos, por siempre.

En el día de Epifanía los Magos depositaron sus regalos a los pies del Hijo de Dios. No nos avergonzamos que nuestro “oro” sean las cosas que nos atan a tantas cosas, que el “incienso” supongan la carga de vanidades por las que presumimos sin saber por qué, ni que la “mirra” consista en todos esos aspectos dolorosos de nuestra vida (enfermedades, dolores, sufrimientos)… Si esto es lo único que podemos ofrecer a un Niño desnudo en un Pesebre, también la fe nos lleva al convencimiento de que será transformado en amor.

También ahora, en este preciso momento, tenemos la opurtinidad de conocer la hora de la manifestación de Dios. Sólo es necesaria, por nuestra parte, una mínima predisposición: hacernos querer por el Amor. Tú lloras, Él también lo hizo en Belén. Tú sufres, también sufrió Dios su desnudez como hombre… El Misterio de Navidad ha sido el momento adecuado en el que todas las horas del mundo han tenido su única referencia en el tiempo de Dios. Por eso, más que palabras, nos hemos dedicado a contemplar la salvación que ha salido a nuestro encuentro para hablarnos de “tú a tú”.

La Virgen fue la primera en adorar al Hijo de Dios. Primero lo hizo en sus entrañas, después en un Pesebre, posteriormente durante toda su vida, hasta que en esa adoración de Cristo crucificado, también supo descubrir la gran manifestación del amor de Dios a los hombres.¡Vamos también, tú y yo, a adorarlo! Y cualquier circunstancia de nuestra vida se transformará en la “hora” de Dios.