Samuel 4, 1 11; Sal 43, 10 11. 14 15. 24 25 ; San Marcos 1,40-45
La pedadogía de Dios resulta maravillosa cuando nos dejamos llevar por ella. A veces podemos caer en la tentación de pensar que Dios no se preocupa de nuestras “minucias”, pero la experiencia, si realmente confiamos en Él, nos demuestra todo lo contrario. El Antiguo Testamento, por ejemplo, es una escuela ejemplar. En los primeros libros de la Biblia podemos observar cómo, en medio de guerras, infidelidades y traciones, el Pueblo de Israel, cuando se pregunta por qué no obtiene el favor de Dios, descubre que ello es debido a su falta de confianza en Él. En la lectura de hoy, cuando los israelitas se enfrentan contra los filisteos y son derrotados en una primera batalla, recurren a Su poder mediante el Arca de la Alianza. Sin embargo, no se desprenden de aquello que humanamente resulta un estorbo para Dios, y vuelven a ser derrotados, muriendo más de treinta mil hombres del ejército de Israel. Más adelante veremos cómo, cuando elijan a un rey, Dios volverá a sorprenderlos, pues lo que realmente le importa son sus corazones, y no sus ambiciones de conquista.
Esto puede también ocurrir en nuestras guerras personales. Lo que consideramos nuestras “minucias”, también supone, en muchas ocasiones, “grandes” batallas (contra nuestros egoísmos, orgullos, vanidades, opiniones ajenas…), y es entonces cuando Dios nos pide desprendernos de aquello que puede “entrometerse” en Su acción, es decir, “nuestras seguridades”, “nuestras defensas”, “nuestros criterios”… Todo lo que lleve por delante un “nuestro”, si no lleva en su interior una confianza plena en Dios, podrá considerarse un éxito ante los ojos de los demás, pero será un fracaso tarde o temprano. Es lo que san Pablo le gustaba repetir con frecuencia: “Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte”.
Son las “minucias” en nuestra entrega personal lo que Dios espera de nosotros (esa sonrisa ante el impertinente, esa paciencia amable ante el que nos hace perder el tiempo, ese estar atentos a lo que otros puedan necesitar en cosas pequeñas…). Es en esa “debilidad” donde Dios creará Su fortaleza, es decir, la inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en nuestra alma. ¿Qué más podemos desear? Todo lo demás, como dirá el mismo san Pablo, habremos de considerarlo “basura”.
“Si quieres, puedes limpiarme”. Esta petición se la hacemos al Señor desde nuestra debilidad, una vez más. Y es que necesitamos curarnos de tantas heridas que, en esas luchas personales, hemos ido gestando. No por ello seremos considerados en menos ante Sus ojos. Todo lo contrario, es lo que Dios está esperando por nuestra parte, porque el “bálsamo” que sale de Su corazón es el único capaz de cicatrizar lo que tanto nos hace sufrir y lamentarnos. ¿Qué importa lo que otros puedan pensar, si tenemos aquello que nunca muere y sana para siempre?
Vamos de la mano de la Virgen al encuentro de Jesús, de la misma manera que lo hicimos en esas semanas tan entrañables de la Navidad, donde no había nada que ocultar o esconder, pues el Pesebre ha sido la Escuela en la que Dios se nos mostró tal cual es: en la “minucia” de un Niño se escondía toda la gloria inimaginable del poder del Altísimo. María nos pondrá ante Él, y escucharemos de sus labios: “Quiero: queda limpio”.