Samuel 8, 4 7. 10-22a; Sal 88, 16 17. 18 19 ; san Marcos 2, 1-12

“Haz caso al pueblo en todo lo que te pidan. No te rechazan a ti, sino a mí; no me quieren por rey”. Continuamos con la historia del Pueblo de Israel y, una vez más, éste se obceca con la obsesión de tener un rey. Poco a poco los israelitas se van apartando de los planes de Dios para urdir sus propios designios, lejos de esa Alianza en la que lo único que importaba era recuperar la semejanza del hombre con su Creador. Vuelven a tener protagonismo los empeños testarudos por huir del rostro de Dios. También se busca el asemejarse a aquellos otros pueblos que, a fuerza de dioses extranjeros y costumbres paganas, pretenden sólo el poder y las riquezas en este mundo. Pero la promesa de Dios no ha caducado… porque tiene vigencia de eternidad.

Dios, tal y como hemos celebrado en las pasadas fiestas de Navidad, se manifiesta, en la plenitud de los tiempos, de una manera singular. Nadie podía suponer semejante “descaro”, pues la memoria de Israel se había quedado “congelada” en aquel rey David que inauguró un pueblo fuerte y guerrero, casi invencible ante sus enemigos. ¡Sí!, llega ahora el Mesías, pero no para expulsar a ese pueblo romano que domina Jerusalén, sino que su reinado, sin ser de este mundo, pretende restaurar esa otra memoria olvidada del amor de Dios en el corazón de todos los hombres.

“Hazles caso y nómbrales un rey”. Esta manera con la que responde Dios a Samuel, ante la petición de su Pueblo, contrasta con esa otra que escuchábamos el pasado domingo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. En la inauguración del reinado de Cristo en la tierra no encuentran los israelitas a un personaje empuñando una espada, sino que, más bien, de su boca salen palabras que invitan, tal y como inició el Bautista, a una conversión interior. ¡Ése es el lugar donde quiere reinar Dios! Para ello, no sirve el odio ni la venganza, ni esconder la mentira y el pecado detrás de unos preceptos caducos, sino que es necesario recuperar la “memoria” de Dios que, saliendo a nuestro encuentro, nos dice: “Hijo, tus pecados quedan perdonados”.

Estas palabras, tal y como leemos en el Evangelio de hoy, escandalizan a los que escuchan al Señor. “Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios?”. Sin embargo, Cristo nunca se arredra. Conoce sus corazones y sus intenciones. Por eso, de la misma manera que Dios con Samuel, Jesús les da esa “satisfacción” de tener lo que buscan: un milagro que les asombre y confunda. Olvidan, aquellos que son testigos de la curación del paralítico, que “tener” un milagro delante de sus narices no es lo mismo que “ser” de la condición de los hijos de Dios, pues, para ello, es necesario que pongamos “toda” el alma en Sus manos para que quede definitivamente sanada.

¡Qué maravilloso es el sacramento de la confesión! En él tenemos la oportunidad de ser regenerados, una y otra vez, en esa “memoria” de Dios que nos hace gritar a pleno pulmón: “¡Nunca hemos visto una cosa igual!”. Desde luego que no está en el mismo contexto de aquellos que criticaban al Señor, pero sí es la ocasión para que tú y yo demos gracias a Dios porque podemos recuperar la eternidad que, a causa de nuestros pecados, perdemos en tantas ocasiones. Cada vez que digo al sacerdote, al que representa a Cristo (al que es el mismo Cristo) en ese sacramento: “Señor Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí porque soy pecador”, entonces nuestra historia se transforma en Historia de Salvación; la de Aquel que dio su sangre en la Cruz y es Señor de la Historia.

La Virgen también es la “memoria” de Dios. En ella, la Iglesia es esposa de Cristo y prodiga a todos sus hijos con los sacramentos que nos alcanzan la vida eterna… ¿Hay quién dé más?