Reyes 8, 22-23. 27-30; Sal 83, 3. 4. 5 y 10. 11 ; san Marcos 7, 1-13
Dicen los comentaristas que Marcos es prolijo en detalles porque escribe a gentiles que desconocen las tradiciones de los judíos. Por eso explica las costumbres del pueblo hebreo referentes a algunas prácticas religiosas. Hay que agradecer la preocupación del evangelista quien, indirectamente, nos enseña a no dar nada por sabido en nuestros interlocutores. Hoy más que nunca, al evangelizar, sentimos la necesidad de empezar desde cero. Hablar de sociedad cristiana se ha convertido en un lugar común en el que, quizás, podamos encontrar a muy poca gente. Es tan común como poco frecuentado. Comentaba un párroco que cada vez más se encuentra con jóvenes que acuden a casarse y, ni siquiera conocen que Jesús es Dios. Es triste, pero no podemos olvidarlo.
Pasemos ahora a la enseñanza del evangelio de hoy. Los fariseos se escandalizan de que los discípulos de Jesús no se laven las manos antes de comer. Jesús aprovecha esa intromisión, porque es realmente feo que haya gente que se dedique a espiarte, para dar una enseñanza que sirve también para nuestro tiempo. Jesús no dice que esté mal lavarse las manos, sino que penetra en el sentido de las obras ceremoniales de la antigua ley. Todo ritual, lo mismo que toda forma litúrgica, no es un fin en sí misma sino que se ordena a la relación con Dios. Por lo mismo las prescripciones del judaísmo, que son figura de la nueva Alianza instituida por Jesucristo, valen en tanto mueven al hombre a acercarse a Dios. El problema del fariseísmo es que las habían vaciado de contenido. Como dice Jesús, honraban a Dios con los labios pero no con el corazón. De esa manera lo que habían hecho era humanizar algo que tenía que ponerlos en contacto con Dios.
En el ritual de bautismo hay una cosa muy significativa. En las renuncias al pecado y a Satanás se pregunta, en uno de los formularios alternativos, si se renuncia quedarse en los métodos y reglamentos para poder llegar a Dios. Es decir, no se condenan las formas sino su absolutización.
En la enseñanza de los santos Doctores, especialmente de Tomás de Aquino, se encuentra que la ley nueva es el Espíritu Santo. Y se insiste en que toda obra moral (mucho más importante que las ceremoniales), sólo es válida si va empapada de caridad. El moralismo es dejar de tratar las cosas según les corresponde. Olvida la realidad de las cosas. Un misa, por ejemplo, no es una representación en que lo fundamental consista en la ejecución de unos signos y palabras. Al contrario, ser fiel a lo que indican las rúbricas del misal nace del misterio que allí se celebra. Si eso se pierde de vista podemos caer en un legalismo infecundo y altamente mortal. Si no es así se cae en un culto vacío.
Contemplar esta relación es muy bonito, porque no nos lleva a despreciar las normas concretas, sino a entenderlas como medios y asideros para penetrar de alguna forma en el Misterio. El auténtico ritual, como lo prescribe la Iglesia, lo que hace es desbrozar el camino. ¡Cómo no agradecer todas las liturgias, celebraciones sacramentales, normas de piedad, de las que nos hemos servido para una relación más íntima con Dios! Y cuanto más hemos sentido a Dios más hemos querido esas normas y hemos procurado respetarlas por el fin a que conducen, no por sí mismas.
Pidámosle a Dios que nuestros gestos no sean insignificantes ni nuestras palabras vacías.