Reyes 11, 4 13; Sal 105, 3 4. 35 36. 37 y 40 ; san Marcos 7, 24-30

El episodio que narra el evangelio de este día es precioso. Nos indica un método de oración y muestra la manera como Jesús quiere ser vencido. A lo largo de su vida pública son muchas las personas que se acercaron a Cristo para pedirle cosas o discutir con Él. No a todos los trató de igual manera. A algunos, como quien dice, los despidió con cajas destempladas, a otros los dejó sin respuesta porque querían tenderle una trampa y más de uno se quedó con la boca abierta o hubo de marchar avergonzado. La mujer de la que nos habla el evangelio de hoy nos muestra un camino diferente. Es una de esos personajes que doblega la voluntad de Cristo. Esta frase no debe tomarse al pie de la letra como si Jesús hubiera mudado su decisión. Sucede, como con María en las bodas de Caná de Galilea, que actuando de esa manera nos enseña algo. En este caso, como veremos, se nos insta a la humildad y la constancia en la petición.
Se acerca a Jesús una mujer que viene de lejos. Ella no es judía, sino fenicia de Siria. No tenía relación con Jesús. Pero había oído hablar de Él y ante el drama que padece piensa que sólo Cristo puede ayudarla. ¿Qué hace? Se echó a sus pies. Aquí ya aparece más clara su humildad. En ese gesto ya vemos que lo que pide lo pide de verdad. No es una mujer que se dirige a la oración para cumplir una obligación o como un acto rutinario. Se echó a los pies porque tenía claro con quien hablaba. Una de las cosas más difíciles a la hora de hacer oración es tomar conciencia de que estamos delante de Dios. A veces puede suceder que toda nuestra oración, el tiempo que le tengamos asignado, se agote en esa lucha por ponernos en presencia de Dios. La sirofenicia lo hace de golpe, porque su fe es muy grande, y reconoce la divinidad de Cristo oculta tras su humanidad. ¡Dame Señor la fe de esta mujer cada vez que me ponga ante ti para rezar! ¡Que mi corazón se arrastre por el suelo ante tu presencia, para que de mi boca salgan palabras verdaderas!
Jesús le responde de una manera que, en primera instancia, parece un desprecio: “No está bien echarle a los perros el pan de los hijos”. Está probando su humildad. No responde el Señor como era de esperar. Dice san Agustín: “Él disimulaba, pero no para negar la misericordia, sino para estimular el deseo; y no sólo para acrecentar el deseo, sino también para tener ocasión de ensalzar la humildad”.
Pero la mujer nos da otra lección. Toma las palabras de Jesús para relanzar su ataque: “Tienes razón, Señor; pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. ¡Precioso, impresionante! La mujer no rompe el diálogo. Al contrario, ha entrado totalmente en Él. Por eso entiende lo que Jesús le ha dicho y argumenta a partir de ello. ¡Cuántas veces he dejado de rezar porque no he escuchado lo que quería! ¿Por qué olvido que la verdadera oración es diálogo con Dios?
Y Jesús se deja vencer por aquella mujer y expulsa el demonio que atormentaba a su hija. Por eso dice san Agustín, comentando esta escena, que “esta mujer nos enseña a subir desde la humildad hasta la altura”. La oración verdadera parte de considerar nuestra condición, ínfima en comparación con Dios, y su grandeza. Gran maravilla es que habiendo tanta desigualdad entre los interlocutores pueda darse un verdadero diálogo de amor.
Le pedimos a María, omnipotencia suplicante, que, como ella, y aquella sencilla mujer sirofenicia, aprendamos a ser humildes y, a la vez, audaces en la oración.