Santiago 2, 14-24. 26 ; Sal 111, 1-2. 3-4. 5-6; san Marcos 8, 34-9, 1
En la primera lectura de hoy leemos un texto que, por ejemplo, a Lutero le sacaba de quicio. El reformador protestante señalaba que para la justificación (el perdón de los pecados), era suficiente con la fe y sobraban las obras, que consideraba consecuencia de la mera presunción. Por eso rechazaba la carta de Santiago. A partir de ese momento se inició una discusión sobre la fe y las obras que, por influencia protestante, se entendían como antagónicas. O la una o la otra. Esa discusión extremista y excluyente no había de conducir a nada. Algunos aún hoy la mantienen, aunque con carácter residual.
Para comentar bien este texto, que parece opuesto a las enseñanzas de san Pablo, conviene hacer una precisión de método. La Sagrada Escritura hay que leerla en su unidad, porque el autor último es uno solo. Por eso las enseñanzas de toda la Sagrada Escritura hay que leerlas en su conjunto. Aquí, por ejemplo, Santiago señala que Dios aceptó a Abraham por sus obras, mientras que el apóstol Pablo parece, en sus cartas, enseñar justo lo contrario. ¿Es así? Ciertamente no. La Iglesia, que custodia ambas cartas como divinamente inspiradas las lee y aprecia sus enseñanzas sin encontrar oposición. ¿Por qué? Porque los dos apóstoles tratan del mismo tema desde perspectivas diferentes que se enriquecen mutuamente.
El inicio de la justificación es la fe. El hombre no se salva por sus obras sino por la gracia. Decir lo contrario sería negar el carácter gratuito de la salvación. Eso es lo que enseñaban, por ejemplo, los pelagianos. Si fuera así Jesús habría muerto en vano y cualquier persona que se lo propusiera, eso sí con mucho esfuerzo, podría alcanzar el cielo. Decir eso es herético, pero también una tentación frecuente.
Ahora bien, la fe puede estar viva o muerta. De esto habla el apóstol Santiago. Si está muerta no es operativa, porque no supone nada en la vida del hombre. La fe no es una opción que no supone nada en la vida corriente, sino un don que, aceptado por el hombre, cambia radicalmente la vida. Por eso la fe implica las obras.
Una fe puramente intelectual, que no mueve a nada, está muerta. Por el contrario la fe, entendida como confianza en Dios y no sólo asentimiento a unas verdades que se proponen para ser creídas, conduce al cumplimiento de unas obras. Por eso si alguien dice: “Soy creyente pero no practicante”, tiene un problema, al menos semántico. Porque si digo que creo en Dios y eso no supone nada en mi vida (no digo ya el ir a Misa, sino nada en absoluto), entonces habría que ver que idea tiene de Dios. Quizás no sea más que una idea abstracta y lejana que está ahí porque, como les gusta decir, ha de haber algo. También podría haber un florero, porque al final esa es una divinidad meramente decorativa.
Ahora entendemos un poco mejor lo que dice Santiago. Abraham, al tomar a Isaac y conducirlo al lugar del sacrificio demostró que su fe era real y no ideológica. Es decir, por sus obras conocemos su fe. Pero la fe era anterior y es la que verdaderamente le justifica. Las obras muestran su correspondencia a la fe que le ha sido dada.
Pidámosle a la Virgen María, Madre de los creyentes, que nos ayude a creer como ella que se puso totalmente en manos de Dios y que, por su mediación, nuestra fe produzca abundancia de buenas obras.