Santiago 4, 1-10; Sal 54, 7-8. 9-10a. 10b 11. 23 ; san Marcos 9, 30-37

Abrimos el periódico, y ahí nos encontramos, una vez más, con lo de cada día: enfrentamientos, guerras, separatismos radicales, odios, fanatismos… ¿Por qué utilizamos el lenguaje de la solidaridad, la justicia, el amor y la fraternidad, cuando hemos dado la espalda a Aquel que es fuente de todas estas reivindicaciones? “¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís y os hacéis la guerra”. Estas palabras, que podrían proceder de cualquier analista de nuestros días, no son sino del apóstol Santiago, que supo ver, hace ya más de dos mil años, cuál era la raíz del problema en el ser humano: “¿No sabéis que amar el mundo es odiar a Dios?”.

¡A ver quién es el guapo que va por la calle denunciando que la fatalidad de nuestro destino es que hemos convertido nuestra relación con Dios en el enemigo público “número uno”! Sólo las sectas y los grupos de signo sospechoso (por no hablar de los fanatismos religiosos que todos conocemos), parecen tener el derecho a exigir el nombre de Dios (aunque sea en vano) como algo de su propiedad, y a realizar cualquier defensa o ataque (empleando también la sangre) contra los enemigos de sus creencias. ¿Hemos olvidado que el signo de los cristianos sigue siendo la Cruz, y que la verdad es la única capaz de hacernos libres? Nos lo dice Jesucristo en el Evangelio de hoy: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará”. El cristianismo, que ha sido la gran revolución de occidente durante siglos, ahora se encuentra devorado por sus propios hijos (ideologías y filosofías en las que tuvieron antaño su fuente y alimento), y que buscan en la mediocridad y el fingimiento un signo de vitalidad, pues no quieren reconocer su origen divino (somos hijos en el Hijo).

“Acercaos a Dios, y Dios se acercará a vosotros”. Santiago nos da la “receta”. Ponernos en manos de Él no es sucumbir al vasallaje o al sometimiento servil, sino recuperar nuestro auténtico linaje. ¿Crees que poner tu vida en las “buenas intenciones” de los hombres es la manera de ser auténtico? Si la mirada que diriges a otro no pasa por el corazón de Cristo te encontrarás mucho más lejos de la verdad de lo que imaginas. Nuestra vida cotidiana ha de estar impregnada de lo divino (un saludo, una conversación, un pensamiento…), y en ese acercamiento constante se va produciendo un diálogo que no renuncia a los detalles y a los momentos que, en muchas ocasiones, pasan desapercibidos ante los demás… Todo tiene sentido, ¡incluso el dolor!, porque nos acerca aún más al misterio de nuestra propia redención.

“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. El misterio de la Encarnación supuso un acercarse inaudito de Dios a cada uno de nosotros. Rescatar esa percepción en el corazón de cada hombre y mujer que nos rodean es la misión que nos toca vivir en estos tiempos que tanto nos duelen. Servir a los demás no es presumir de nuestros talentos, ni tampoco quejarnos de lo mal que lo hacen otros. Ser el último de todos es ser primeros en el dar y el entregarse, buscando, no el éxito personal, sino que la luz de Cristo brille en nuestra familia, en nuestra amistad y en nuestro trabajo. Esa fue la normalidad con la que vivió constantemente nuestra Madre la Virgen, y así se ganó el amor de Dios en cada uno de sus gestos que le acompañaron durante toda su vida, y nos hace llegar también ahora a nosotros.