Isaías 52, 13-53, 12; Sal 39, 6. 7. 8-9. 10. 11; san Lucas 22, 14-20

«Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: -«No estás lejos del reino de Dios.»»… Cerca, muy cerca del Reino de Dios andaba aquel escriba; casi tan cerca como el joven rico (aclararé este «casi»). Tres cosas había comprendido que daban plenitud a la Ley: la primera, que Dios es terriblemente celoso, y que no se conforma con cualquier tributo de cariño, sino que quiere ser amado «con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser». La segunda, que es necesario amar primero a Dios para después amar al prójimo como Dios quiere; quien no ha purificado su corazón en la oración y no se ha enamorado perdidamente del Señor jamás podrá amar a su hermano sin hacer acepción de personas. La tercera, que esta entrega a Dios y a los demás «vale más que todos los holocaustos y sacrificios»; de nada sirven las prácticas religiosas cuando son realizadas con un corazón frío que se niega a darse del todo. A aquel escriba le separaba del Reino de Dios la cresta del Calvario; una línea finísima, pero tan sobrecogedora que marcó para siempre la frontera entre las dos alianzas… Es la línea que separa la Ley del Amor, la que separa a los siervos de los hijos, la que separa el cumplimiento de la entrega rendida. Un paso más, y hubiera contemplado el maravilloso panorama que se divisa desde el otro lado del Gólgota, donde aquellas tres grandes intuiciones adquirían un rostro nuevo: la primera, «en esto consiste el Amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó»(1Jn 4, 10)… Y el protagonismo que ocupaba el amor a Dios salta por los aires para dejar paso a una realidad dulce y suprema: «Dios te ama». La segunda: «amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 15, 12)… Y, tras haber sido amado por Cristo hasta la extenuación de la Cruz, no te bastará con amar al prójimo «como a ti mismo», sino que desearás llevarle el Amor que has recibido y dar tu vida por él. La tercera: «Sacrificio y ofrendas no quisiste, pero me has preparado un cuerpo» (Heb 10, 15)… Y toda tu oración, toda tu vida, toda tu alma no tendrá sino un único anhelo: subir a la Cruz y consumirte con quien se consumió por ti… Imagino a muchos cristianos, apiñados junto a aquel escriba, al borde de la línea y sin querer cruzarla: preocupados, sí, por amar a Dios, pero sin querer recibir la Sangre. Calculando sus limosnas, pero sin atreverse a entregar la vida. Discurriendo si deben hacer más por Dios y por el prójimo, pero sin meditar despacio en lo que Cristo ha hecho por ellos sobre el Leño.
«Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas»… Aquí está el «casi». Porque el joven rico, al menos, preguntó «¿qué me falta?», aunque al pisar la línea retrocediese asustado… Pero aquellos hombres, por si acaso, ni siquiera se atrevieron a preguntar. Conozco a muchas personas que, ante el consejo: «Anda, ve y pregúntale a Dios qué quiere de ti», se dan media vuelta asustados. Ya se ve que la cresta del Calvario, aunque delgada, a muchos les parece áspera… ¿No sabrán que allí, al pie de la Cruz, está María?