san Pablo a los Efesios 2, 19-22; Sal 116, 1-2; san Juan 20, 24-29
Cada día me encuentro con más incrédulos. No me refiero a los que se llaman ateos o se dicen agnósticos (aunque no sepan qué significa), ya he dicho varias veces que a quien no quiere creer, no hay manera de hacerle entrar en razón. Me refiero, por paradójico que pueda parecer, a creyentes incrédulos, es decir, que dicen creer pero no buscan “razón de su esperanza.” En el fondo no saben muy bien en qué o quién creen, y por eso su fe se tambalea cada cierto tiempo, cuando les falla alguno de los pilares de sus creencias, que son más bien flojitos. A veces son los que actúan “en contra de …” Muchas veces son aquellos para los que todo está mal: la sociedad, la juventud, la familia, las costumbres, el ambiente, etc. y se vienen a la Iglesia para justificar su “buen hacer.” Lo malo es que llenan la Iglesia de gente crítica, descontenta, en una palabra: triste.
Ya se está celebrando en Valencia el V encuentro mundial de las familias. Desde algunos medios e instituciones se quiere hacer ver que es un encuentro organizado contra algo o en contra de algunos colectivos (es gracioso que se llamen a sí mismos como en algunos países llaman al autobús). Esa forma de presentarlo genera la sospecha y la desconfianza por parte de mucha gente. Una cosa que siempre me ha impresionado de los encuentros con el Papa es la falta de altercados. Si España pierde en un juego como el fútbol, se destroza el centro de Madrid. Si el Papa condena el aborto no corre una legión de personas a quemar el Congreso de los diputados. Vaya, como siga así me quedo sin comentario.
“A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -«Paz a vosotros.»” Hoy es la fiesta del Apóstol Santo Tomás, el incrédulo, con el que tantos podemos identificarnos. Sin duda Tomás tenía esa fe que me da por llamar: “en contra de…” Pero hoy escuchamos el relato de su cambio y su conversión. Todo lo que él podría imaginar que debía cambiar, todos sus planes de futuro y sus peleas por ser el más importante, quedan relegados a un último lugar, casi diría que desaparecieron, cuando escucha el saludo de paz de Cristo resucitado. Y es que la fe cristiana no se asienta en las buenas costumbres, en la moralidad impecable, ni en la ausencia de pecado. Nuestra fe se asienta en Cristo resucitado que nos hace ser “morada de Dios, por el Espíritu.” Podrá decirnos San Pablo: “Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios.” No nos dedicamos a combatir enemigos, sino a anunciar la buena nueva: Cristo, el crucificado, ha resucitado.
Y cuando se descubre esta realidad, entonces sólo podemos exclamar: “Señor mío y Dios mío.” ¿Acaso los santos se han dedicado a criticar a todos los que les rodeaban, o han decidido anunciar el amor de Dios por los hombres? Es cierto que la Iglesia tiene derecho a defenderse, pero la mejor defensa es anunciar a Cristo sin miedos, sin ambages, sin enfados. Contemplar en Valencia a miles de familias que se quieren, será el mejor anuncio, aunque seguramente nos lo muestren poco por los medios de comunicación. Lo sabemos bien, puede acercar más a Dios una sonrisa que cien mil discursos.
Aún a costa de alargarme hoy un poco más, no puedo resistirme a compartir con vosotros algunas palabras de una entrevista al secretario del beato Juan XXIII: “Cuando el pequeño Angelo Roncalli hizo la comunión, a los seis años y medio, el párroco les dijo que Jesús se daba a ellos y que a cambio escribieran en un billetito lo que ellos querían hacer por Jesús. Él escribió: “Quiero ser bueno siempre con todos”. Simplísimo. Cuando siendo ya un arzobispo de cincuenta años en Bulgaria miró estas notas –las conservó todas –, dijo con una sonrisa: “Era verdaderamente un niño bueno”. Y cogió un bolígrafo y escribió debajo de su anotación: “A costa de ser pisoteado”.”
Pisoteado es descubrir que nuestra fe se basa en el crucificado, sólo ante él podremos decir: “Señor mío y Dios.” La Virgen estaba al pie de la Cruz. Me gusta imaginármela diciendo esas mismas palabras, llenas de fe y de fortaleza. Ella nos ayudará a no ir contra nadie, sino a construir una nueva humanidad desde el amor de Dios, bien asentados en Cristo.