Jeremías 13, 1-11 ; Dt 32, 18-19. 20. 21 ; san Mateo 13, 31-35

Reconozco que no estoy en mi mejor momento. Acabo de volver de diez días de campamento con chavales que saben de todo menos dormir. Me he ganado la enemistad de un sacerdote que no me conoce, pero eso no le ha bastado para difamarme. Hace mucho calor y mi casa es como un gran microondas. Llega otro año más en que no hay vacaciones y de momento no puedo cobrar el sueldo, la cuenta corriente de la parroquia no da más de sí. Esto, más alguna cosilla más, no lleva a uno a bailar jotas en la puerta de su casa, me siento más bien tonto y no sé si sabré expresar en los comentarios lo que quiero.

“Fui al Éufrates, cavé, y recogí el cinturón del sitio donde lo había escondido: estaba estropeado, no servía para nada.” Me encanta cuando el Señor hace eso que algunos profesores míos (¡qué tiempos!), llamaban parábolas en acción. Hoy le lleva a Jeremías hacer algo que no entendía, algo que aparentemente era estúpido: comprar un cinturón nuevo para dejarlo estropear. Y Jeremías lo hacía. No preguntaba el por qué o el por qué no, simplemente obedecía al Señor, sabía que después tendría su explicación. Y el Señor se lo explica: “De este modo consumiré la soberbia de Judá, la gran soberbia de Jerusalén. Este pueblo malvado que se niega a escuchar mis palabras, que se comporta con corazón obstinado y sigue a dioses extranjeros, para rendirles culto y adoración, será como ese cinturón, que ya no sirve para nada. Como se adhiere el cinturón a la cintura del hombre, así me adherí la casa de Judá y la casa de Israel.” A veces nos puede dar la “depre” y pensar que el Señor nos está tratando mal, que no nos quiere o nos quiere poco. Pero el Señor está matando en nosotros la soberbia, nuestro orgullo y prepotencia. Esas cosas son las que nos inquietan y nos quitan la paz. Si miramos nuestra vida con atención descubriremos que el Señor está pegado a nosotros como el cinturón a la cintura (aunque la moda actual de llevar los calzoncillos por encima de los pantalones haga a algunos incomprensible esta imagen). Dios nunca nos abandona, aunque nos ponga frente a frente con nuestras estupideces. Y nuestras tonterías nos asustan.

En alguna ocasión podemos pensar: “Yo lo he dado todo por Dios y, ¿qué he recibido a cambio?” En primer lugar miramos los desprecios, los juicios sin razón, los desasosiegos, la falta de éxitos, … y eso nos pesa mucho. Pero si nos paramos ante el Sagrario descubriremos la levadura que “una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente.” Nadie ante una gran tarta dará las gracias a la levadura, pero si no estuviese presente ese pastel sería un churro, una plasta incomible. Y entonces hay que dar gracias a Dios, dejar que el alma se levante en alabanza y bendecir las injurias, los fracasos, nuestras tonterías, pues a pesar de todo eso Dios no se ha despegado de nosotros, como el cinturón de la cintura. Puede parecer estropeado, pero es que mirábamos en primer lugar nuestra soberbia.

San Ignacio en la cueva de Manresa palpó su inutilidad para sus fines y descubrió su utilidad para Dios. Tal vez en las heridas somos sanados, así nos lo enseñó Cristo.

“Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo.” Tal vez nuestra vida sea una inmensa parábola y nos desconcierta hasta que el Señor nos la explica, pero seguro que tiene su sentido. Nuestra madre la Virgen conoce bien las parábolas que Dios hace con nuestra vida. Pidámosle a ella que nos de paciencia, confianza y entendimiento.