Nahúm 2, 1. 3; 3, 1-3. 6-7; Dt 32, 35cd 36ab. 39abcd. 41; san Mateo 16, 24-28
A veces hay personas que no se quedan con nada en la cabeza. Me acuerdo de un chaval al que ayudaba a estudiar matemáticas. En el típico problema de dos ciclistas que salían de lugares distintos a diferentes velocidades, había que calcular en qué punto se encontrarían. El enunciado del problema lo comprendía, pero me di cuenta de que, con catorce años, no sabía cuántos kilómetros hacía a la hora un ciclista que pedaleaba a veinte kilómetros por hora. Parece lo de: ¿de qué color es el caballo blanco de Santiago?, pero os aseguro que por más que me esforcé, por más ejemplos que le ponía y por más paciencia que usaba, para ese chaval un coche que iba a cien kilómetros por hora, recorría en una hora unos treinta y cinco kilómetros. Hoy tiene carné de conducir ¡Qué Dios le conserve los puntos!.
Estamos en el quinto centenario del nacimiento de San Francisco Javier. A él tampoco le entraba en la cabeza la frase del Evangelio de hoy que le repetía San Ignacio: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” No es un caso único, creo que a mí tampoco me entra en la cabeza y en el corazón, y todavía me dejo llevar por mi presunción o por mi pequeña ambición. Ni tan siquiera nos ponemos como meta ganar el mundo entero, tal vez arruinamos nuestra vida por un pequeño triunfo, por un pequeño egoísmo o por una pequeña posesión, que al poco desecharemos.
“Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.” Si de verdad nos diésemos cuenta de que la verdadera paga no es la transferencia de fin de mes que sólo nos lleva hasta el banco, sino la Palabra de Dios, que nos llevará hasta el cielo, leeríamos los versículos del Evangelio con más interés que los extractos del banco.
Pero la Palabra de Dios tiene que pasar de la cabeza al corazón, y así hacerse vida. Estoy convencido de que el chaval, del que hablaba al comienzo, si le hubiesen multado por ir a 150 Km./h en un lugar limitado a cien, y le hubiese costado cuatrocientos euros (y cuatro puntos), habría aprendido para siempre la lección. Pero ¿será necesario que Dios nos “multe” para aprender que “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará?. Hoy parece que a muchos les da reparo el hablar del “temor de Dios,” pero ojalá recuperásemos ese temor de amor de ofender a Dios, de no escucharle con todo el corazón y con toda el alma, de seguir dándole largas a Dios. Podemos entender la cuestión de que hay que salvarse, pero si no entendemos que es con nuestra vida concreta, la de hoy, la de ahora, no podremos plantear el problema.
La Virgen tenía al creador y Señor del mundo en sus manos ¿qué podrían ofrecerle para perderlo? Nosotros lo tenemos en la Eucaristía, ¡y tantas veces nos lo perdemos!. Aprendamos la lección.
(Nota aclaratoria: Las multas y sanciones expuestas en el comentario de hoy son ficticias, no tengo ni idea de cómo se multan los excesos de velocidad, así que no lo usen como argumento para discutir con la Guardia Civil)