Apocalipsis 11, l9a; 12, 1. 3-6a. l0ab; Sal 44, l0bc. 11-12ab. 16; san Pablo a los Corintios 15, 20-27a; san Lucas 1, 39-56

Decimos, y con razón, que «la cara es espejo del alma»; no cabe duda de que el rostro humano es un libro abierto en el que el espíritu se hace visible. La limpieza o suciedad de la mirada, la serenidad o contracción de las facciones, el gesto sonriente o huraño… Hablan más de nosotros que nosotros mismos. Siendo así la condición humana, ¿será una locura sostener que a un alma inmaculada y bellísima desde la concepción le correspondió, sin duda alguna, el rostro de mujer más hermoso que jamás ha existido sobre la superficie de la Tierra? Ese rostro de mujer, obra maestra de un Dios enamorado y artista, ¿Podría ser devorado por los gusanos ante la mirada impasible de su Autor y amante?

En la lozanía de su adolescencia, ese purísimo cuerpo, consagrado ya a Dios por la virginidad, se convirtió en sagrario, en Templo de Dios, y el Creador de género humano quiso habitar allí corporalmente durante nueve meses. Durante ese tiempo, aquellas entrañas limpísimas fueron la tienda en que habitó el Cordero sin mancha; nunca, a lo largo de su paso por la Tierra, encontró hogar más caluroso y tierno. Ya en el Cielo, tras su Ascensión, ¿iba a permitir que aquella tienda, desmantelada por la muerte, fuera consumida entre el polvo de la tierra?

Y cuando, en aquella terrible noche de viernes santo, las pupilas del Señor se inundaron en tristeza, fueron aquellos ojos los únicos que enjugaron, a distancia, las lágrimas de los suyos. ¿Se privaría el Señor en los cielos de aquella mirada materna y limpia que tantas veces le devolvió su reflejo teñido de amor?

Ahora diré un disparate que se me antoja divino: si yo fuera Él, llegado al Cielo le pediría a mi Padre, como un deseo muy especial, poder abrazar de nuevo a la Mujer que hizo llegar hasta mí el Amor de Dios hecho ternura. Sé que es atrevido pensar que yo pueda ser como Él, pero no lo es pensar que Él quiso hacerse como yo, y sentir como yo. Y, si así fuera, si su Corazón humano hubiera deseado, aún en el cielo, verterse en un abrazo filial con la Madre que protegió su infancia y consoló su último suspiro, aún podríais decirme que, siendo Dios, ninguna mengua en su dicha hubiera supuesto privarse de aquello. Entonces responderé: «¿Y, siendo Dios, por qué privarse?».

Asunta en cuerpo y alma a los cielos… ¡No podía ser de otro modo!