san Pablo a los Corintios 3, 1-9; Sal 32, 12-13. 14-15. 20-21 ; an Lucas 4, 38-44
Es un tópico que los yernos se llevan mal con sus suegros, y no digamos nada de la nuera. De entre los suegros es, además, ella la que suele cargar con el san Benito. Quizás haya algo de verdad en ello. Por eso no es de extrañar el comentario que hace María Valltorta del fragmento del Evangelio de hoy. Viene a decir que la suegra se había enfadado con el Príncipe de los Apóstoles porque éste había desaparecido detrás de un famoso rabí de Galilea. Pedro, para congraciarse, habría decidido presentarle a Jesús. Bien mirado hay mucha humanidad en ese comentario y, de entrada, ya nos enseña que es bueno tener presente al Señor en todas nuestras relaciones, también las familiares.
Por otra parte, al meditar sobre este evangelio me he acordado de las dificultades que pasan muchos matrimonios cuando manifiestan su fe a los padres. Pienso en algunos conversos que conozco. Para sus padres, los de él o los de ella o incluso ambos, es inconcebible el camino de fe que han seguido sus hijos y que parece emprenderán sus nietos. En muchos hay indiferencia e incluso cierta rabia. No sé si es porque en ellos descubren la nostalgia de lo que habrían deseado para sí o, simplemente, porque se dan cuenta de que han descubierto algo más grande que lo que ellos les habían propuesto.
En cualquier caso, el evangelio de hoy es una llamada a la esperanza. Aplicado al ejemplo propuesto nos indica que no hemos de temer llevar Jesús a nuestras casas, a nuestros amigos. Hay que dar a conocer lo que hemos descubierto y ha cambiado nuestras vidas. Jesús cura a la suegra, que tenía fiebre. Esas calenturas que nos recuerdan la de algunos padres para con sus hijos cuando descubren que tienen fe. El famoso apologista, Vittorio Messori, comentaba que cuando él se convirtió su madre llamó al médico: “Doctor, mi hijo está enfermo, he descubierto que va a Misa”. Si pudiera decirse de alguna manera, la que tenía fiebre era ella.
Pero el poder sanador del Señor llega a todos. Y muchas veces a través nuestro. Gracias a Pedro entró Jesús en aquella casa y pudo curar a aquella mujer, impedida por la enfermedad que, en la Biblia, es muchas veces imagen del pecado. Una vez se libró de la fiebre se puso a servirles. El pecado nos incapacita para ejercer la caridad. A veces pensamos que basta con un acto de la voluntad. Pero, ¿cuántas veces no hemos constatado la derrota al intentar hacer algo? La vida de la gracia, por el contrario, tiene un dinamismo que, sin negar nuestra libertad, nos impulsa a hacer el bien.
María Valltorata insinuaba que fue Jesucristo, que ocupa el lugar central de la escena, el que recompuso las relaciones entre yerno y suegra. También todos nuestros problemas familiares, discusiones, rencores, malentendidos, pueden superarse si salimos de nosotros mismos y aprendemos a mirarnos en el Hijo de Dios.
Que María, Reina de las familias, interceda por todos nosotros para que en nuestros hogares alumbre el fuego del amor.