Isaías 35, 4-7a; Sal 145, 7. 8-9a. 9bc- 10; Santiago 2, 1-5 ; san Marcos 7, 31-37

Es una anécdota muy conocida y muy usada la anécdota de un cuadro de Holman Hunt en que Cristo, en medio de la noche y llevando una linterna para iluminarse, llama a una puerta cubierta de hiedra. Los críticos, que se fijan en todo principalmente para sacar defectos, le hicieron notar al autor que la puerta no tenía picaporte, parecía un olvido imperdonable. El artista contestó a estos diciendo: “Claro que no se ve el  picaporte. El picaporte está por dentro, sólo nosotros podemos abrir la puerta.”

Jesús, al sordo y que casi no podía hablar, del Evangelio de hoy “le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y dijo: “Effetá” (esto es, “ábrete”)”.Este gesto se mantiene en el ritual de bautismo de niños. Yo no he conocido el anterior ritual, pero creo que el actual se ha simplificado tanto que a veces se queda insignificante (con poco significado, quiero decir), y este gesto, justo antes de rezar el Padrenuestro, muchas veces se omite. Particularmente me gusta hacerlo (entre otras razones por eso es bueno bautizar a los niños de pequeños, antes de que tengan dientes y te muerdan). Me recuerda, y así se lo hago notar a los padres, que Cristo está llamando a nuestro corazón desde el inicio de nuestra existencia y nosotros tenemos que abrirle, “apenas venga y llame.”

Muchas veces conocemos a las personas por la forma de llamar. Me llama la atención que en las películas americanas casi siempre llaman a la puerta con los nudillos, parece que en el país del progreso los timbres no se han abierto camino. Uno puede llamar a una puerta suavemente, iniciando las notas de una cancioncilla, aporrear la puerta o tirarla abajo. Así, sólo con llamar, se suele saber si el que viene es conocido o está despistado o trae malas intenciones. Tristemente ahora no se enseña a guardar el corazón, a abrir a quien hay que abrir y, mantener la puerta bien cerrada ante los enemigos. Los caprichos, el “me gusta y me apetece,” hace que se tenga la puerta del corazón constantemente abierta y así entran lo bueno y lo malo. Hasta que muchos se desesperan: las malas experiencias, los fracasos, la vaciedad (pues alguien que entró te robó todo), hacen que de pronto uno cierre la puerta y no se atreva a abrir a nadie más. Tampoco a Cristo que sigue llamando. Ya son incapaces de distinguir si el que llama es amigo o enemigo. Se vuelven incapaces de amar y de entregarse por nada.

Pero como el personaje del Evangelio de hoy tal vez nos hayamos quedado sordos para escuchar a Cristo que llama, pero no nos hemos quedado mudos del todo, aunque “apenas podía hablar.” Es cuando uno se pregunta: “¿Cómo le cuento esto a mi confesor, a mi director espiritual, a mi párroco, a mis padres, a mi esposa…?” Pues seguramente se lo cuentes mal, a trompicones con la lengua y con pocas palabras, pero que eso no te eche para atrás: “decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis.” Más nos vale que nos tomen por necios y torpes un instante, que quedarnos sordos al amor de Dios toda la eternidad. Y ante eso que te parecía tan difícil, el Señor suspirará y con un simple gesto, una pequeña acción de la Gracia, volverás a oír y a hablar. Para todos es posible, Dios no hace acepción de personas.

Si no nos dejamos, ni tan siquiera la Virgen puede abrir la puerta de nuestro corazón, pero si nos fiamos de ella, sabremos perfectamente cuando es Cristo quien llama, y correremos a abrir la puerta, o cuando es el enemigo y la mantendremos cerrada. Dios no va a tirar tu puerta abajo, tendrás que abrirle tú.