Eclesiastés 11, 9-12, 8; Sal 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17 ; san Lucas 9, 43b-45

«Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto». Para quien no haya leído las lecturas de la misa antes de acercarse a este comentario, tendría yo una pregunta de concurso: «¿A qué asunto se refiere?». Pero no voy a dar premios por acertar, porque quizás me arruinara (salvo que hubiera que contestar a través de un 906 de esos, y el premio lo rifase; entonces me haría de oro preguntando quién descubrió América). Obviamente, se refiere a la Cruz; a esa Cruz sobre la que preferimos el «no sabe, no pregunta».

Tres años se mantuvieron los apóstoles cerca del Señor sin querer preguntar sobre el particular. Tres decenios, y más, podríamos mantenernos nosotros en la misma actitud. Hoy está más fácil: hay toda una espiritualidad hermosa y poética, en la que cabe la piedad, la caridad, la oración, hasta la «mística»… y en la que no existe la Cruz. Se trata de una religión cuyo objetivo es hacer que el hombre se sienta bien, se relaje, tenga paz de espíritu.

Podríamos decir que es una alternativa perfecta al «prozac» o al «lexatin» (más barata, incluso): «voy a la Iglesia porque hay mucha paz»; «me confieso porque salgo muy tranquilo»; «desde que rezo, todo me va bien»… «Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto»… El «asunto» es lo que distingue la piedad verdadera de la burguesa santidad «de salón».

De algún modo, todos estamos expuestos a este peligro. Rezamos, buscamos al Señor, y somos sinceros cuando decimos que queremos ser santos; pero, en cuanto hace su aparición en nuestra vida el sufrimiento, levantamos los ojos al cielo extrañados como si algo fuera mal. Nos cuesta trabajo entender que es entonces cuando todo va bien; que es entonces cuando se está cumpliendo todo aquello que hemos buscado en nuestra oración.

Quisiera escribirlo mil veces, en negrita y subrayado: es entonces cuando todo va bien.

La Cruz no es un accidente, ni un paréntesis, ni un despiste del Altísimo. Somos discípulos de un Crucificado, y lo normal es que nuestros pasos caminen en pos de los suyos.

Quiero pedirle a la Santísima Virgen, para mi y para todos, que perdamos el miedo a preguntar sobre el «asunto»: que miremos fijamente, cara a cara, el santo Leño, y nos enamoremos de Cristo crucificado hasta tal punto que no deseemos para nosotros otra cosa en esta tierra que hacerle compañía y mitigar su soledad.