27/04/2007, Viernes de la 3ª semana de Pascua.
Hechos de los apóstoles 9, 1-20, Sal 116, 1. 2 , san Juan 6, 52-59

La Eucaristía es un misterio muy grande. Los judíos se preguntaban “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”, y tenían a Jesús ante ellos y podían verlo y tocarlo. Nosotros, que sólo lo conocemos sacramentalmente confesamos que, en la comunión, verdaderamente comemos la carne de Jesucristo.

Jesús señala que por la comunión nos unimos a Él y Él a nosotros. San Agustín ya notó hace siglos que la comunión, a diferencia de la ingestión de otros alimentos, supone que nosotros somos asimilados a Jesucristo. Si cuando tomamos cualquier otra comida esta pasa a ser parte de nosotros, y se transforma en músculo o en sangre, cuando recibimos la Eucaristía somos nosotros los que nos configuramos a Cristo. Ese proceso se llama cristificación. Por eso podemos decir que recibimos a Cristo Eucaristía para ser Cristo.

Atendiendo al evangelio de hoy vemos que Jesús nos comunica la misma vida divina. Dice: “El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”.

Pensando en la maravilla del sacramento de la Eucaristía, que pone a Jesús en nuestras manos y lo une a lo más íntimo de nosotros mismos, hasta el punto de situarlo en el centro de nuestra vida, caía en la cuenta de la bondad divina y de la verdad de ese encuentro sacramental.

Jesús instituye la Iglesia. Esta no es algo ajeno a Él. Por el Espíritu Santo los cristianos que forman parte de la Iglesia son, verdaderamente, el Cuerpo de Cristo. Jesús es la cabeza de este cuerpo. Una vez que ha subido al cielo el Señor nos envía su Espíritu Santo. Este actúa respecto de la Iglesia como el alma respecto del cuerpo. Da vida y santifica. La Iglesia va comunicando el poder de Jesús de una forma tangible. Los apóstoles impusieron las manos a sus sucesores y estos a otros, hasta llegar a nosotros. No se ha roto esa sucesión. Están todos los eslabones de la cadena. Los obispos, que conectan con algún apóstol ordenan sacerdotes que consagran el pan y lo distribuyen a los fieles. Cuando comulgamos tomamos a Cristo que ha llegado hasta nosotros no sólo por el milagro que ha acontecido en esa celebración concreta, sino por toda la estructura de la Iglesia, que vive de Él. Es algo verdaderamente maravilloso.

Toda la Iglesia existe para facilitar ese encuentro entre Cristo y yo; para que pueda tomar su carne y beber su sangre y, de esa manera, tener vida eterna.

La Eucaristía es el gran tesoro escondido de la Iglesia. Nosotros lo tenemos tan fácil que podemos olvidar su valor. Pasa como con el agua. Sin ella es imposible la vida. Sin embargo, muchas veces la menospreciamos y preferimos otras bebidas más agradables al paladar aunque menos sanas. La Eucaristía está ahí para nosotros, Dios a nuestro alcance. Quizás de tan cercano que se ha hecho nos cueste reconocer su presencia.

Pidámosle a la Virgen María, que engendró al que hoy se nos ofrece sacramentalmente, que nos ayude a recibirlo en nuestro interior con la misma pureza, humildad y devoció que ella lo hizo.