30/04/2007, Lunes de la 4ª semana de Pascua. San Pío X
Hechos de los apóstoles 115 1-18, Sal 41, 2-3; 42, 3. 4, san Juan 10, 1-10

No recuerdo bien si lo he escuchado o lo he leído, porque últimamente se me olvidan las cosas. Sé que ha sido durante esta última Cuaresma, y que sonó en mis oídos como un canto de sirenas, como un engaño procedente del demonio-poeta disfrazado de luz. Quién lo dijera o escribiera, tampoco lo recuerdo, porque últimamente se me olvidan las cosas, pero las palabras quedaron clavadas dolorosamente en mi alma: «en la Cruz no hay que quedarse; hay que dejarla atrás». Al principio, me entraron unos enormes deseos de llorar. No, desde luego, por virtud (¡qué estupidez el tener que decir esto! dejémoslo como concesión a los moralistas), pero sí por «apego», casi por debilidad, y desde luego por un amor que me abrasa, la Cruz es mi vida. No sé no contemplarla; no sé buscar nada fuera de Ella, ni se me ocurre que pudiera yo responder pregunta alguna sin hallar en Ella la respuesta. «¿Tendré que dejarla atrás, como se deja atrás una escalera, una autopista, o un sendero, a los cuales uno olvida cuando ha llegado a su destino?» -pensé-. «Llegada la Pascua, ¿de qué hablaré? ¿Qué escribiré? ¿Hacia dónde encaminaré mis pasos? ¿Hacia dónde dirigiré mis ojos?». En ocasiones me han dicho (quién ha sido, no lo recuerdo, porque últimamente se me olvidan las cosas): «¡Oiga, usted habla mucho de la Cruz! ¿No se da cuenta de que Jesús ha resucitado? ¡Sea usted más alegre!». Me lo han dicho muchas veces. Ninguna de ellas he caído en la trampa de responder.

«Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas». Quizá pienses que llevo mitad de folio y aún no he entrado en materia, como si tuviera el versículo colgado de una escarpia esperando ser abierto. Pero en él está la respuesta que yo nunca he dado. Tras el primer pecado, la muerte era un negro muro de tinieblas, y la vida una carrera suicida que a toda velocidad se encaminaba hacia el muro dispuesta a estamparse contra él.

Cuando Jesús besó con su sangre la muerte, cuando lleno de Amor subió al madero, lejos de estrellarse, rompió el muro y abrió en él una puerta que tiene forma de Cruz, pasando entonces, el primero de todos, al otro lado, a la eternidad. En la mañana de Resurrección, un torrente de luz procedente del Cielo llenó la tierra a través de aquella puerta de la Cruz, ya Cruz gloriosa. Ahora, en Pascua, la Iglesia entera mira hacia la Puerta con gozo, ebria de claridad. No, la Cruz no la hemos dejado atrás; no podemos ni sabemos. La Cruz es ahora la puerta gloriosa del Cielo, la herida luminosa de la Paz.

Todavía me dirán: «tiene usted razón. Pero, cuando abandonemos esta vida, la Cruz habrá quedado definitivamente atrás». Eso lo responderé, porque el sábado enterré a una mujer, y sobre su cuerpo dejé el crucifijo que llevaba en mi bolsillo. Responderé que las prendas del Amor no se marchitan; señalaré las manos, los pies, y el costado del Resucitado; señalaré el Pecho de María. La muerte y el sufrimiento quedarán atrás; la Cruz no. Guardaba una respuesta mejor para esta impertinencia, pero… ¡últimamente se me olvidan las cosas!