Dice san Agustín, gran obispo y teólogo que ha merecido el título de Doctor de la Iglesia, que la definición que Dios da de sí mismo no hay inteligencia que pueda entenderla. Y añade que ese es el motivo de que, a continuación, diga que es el Dios de los padres.
Ciertamente nosotros no podemos agotar la definición de Dios; no podemos conocerlo exhaustivamente. Sin embargo sí que nos es dado ver las obras de Dios. A partir de ellas reconocemos su grandeza y su bondad. Si por una parte decir Yo soy el que soy parece que aparta a Dios de la historia y lo hace totalmente insensible a las necesidades humanas, por otra, hemos de reconocer que su preocupación por Israel, el sentirse conmovido por su opresión, nos indica si pensamos en un Dios ajeno al destino del hombre.
La teología, aprendiendo de la Sagrada Escritura y del magisterio, ha señalado que ese posible misterio, la inaccesibilidad de Dios y su cercanía, se resuelve en su amor. De hecho Dios es amor. Por ese amor, siendo totalmente lejano a nosotros, se hace próximo a nosotros. Por amor crea al hombre y por amor lo acompaña en la historia. Aún más, como leemos en el Evangelio de hoy, se acerca peligrosamente al hombre. De manera que, por el misterio de la encarnación, Dios se hace vulnerable en su Hijo.
Escuchamos en el Evangelio que Jesús se acerca al hombre hasta el punto de prestarse a cargar con los que están cansados y agobiados. Dios se hace descanso del hombre porque carga con los trabajos del hombre. El gran trabajo, del cual la salida de Egipto es sólo una figura, era la liberación del pecado. Contra eso nada podíamos. Cabían os posibilidades: o bien nos agotábamos inútilmente intentado salir de la postración del pecado, para al final reconocer que los esfuerzos no tenían recompensa, o bien nos agotábamos por la pesadez que la misma vida de pecado comporta.
No, el hombre no podía nada. Pero Dios, totalmente trascendente, inmutable en su ser, se conmueve por amor. Nada lo fuerza desde fuera; nada le quita ni un ápice de libertad. En todo actúa movido exclusivamente por su amor. Por ese amor escucha los lamentos de Israel esclavo en Egipto y ve el dolor de cada hombre. Y ese amor es tan sorprendente como su mismo ser. ¿Cómo Dios puede amarnos tanto?
Y esto que contemplamos como teóricamente se hace aún más grande cuando nos fijamos en el amor que Dios tiene singularmente por cada uno de nosotros. Lo que hizo por Israel lo sigue haciendo con cada uno. Porque podemos experimentar que Jesús no habla figuradamente en el Evangelio sino que, verdaderamente, podemos acercarnos a Él y encontrar nuestro reposo. Lo experimentamos en la oración y, sobretodo, en el gran milagro de la Eucaristía en el que, pareciendo que es Jesús quien descansa en nuestra alma somos nosotros quienes nos reclinamos sobre Él.