Ex 40, 16-21.34-38; Sal 83; Mt 13, 47-53

A lo largo de mi vida, he escuchado ya muchas tonterías acerca del Infierno, salidas de labios de quienes se confiesan «creyentes»: desde quienes niegan llanamente su existencia, a quienes recubren su incredulidad con metáforas intelectuales al uso: «el infierno es este mundo», «el infierno está dentro de nosotros», «el infierno es un mito»… Pasando por quienes, admitiendo su existencia, aseguran, con la misma certeza de quien lo ha visto, que está vacío.
Seamos honrados: para asegurar semejantes postulados, haría falta romper más de la mitad de las páginas de la Biblia. Con sus distintos nombres (Infierno, Seol, Gehenna, Abismo, Horno, Fuego eterno…) el lugar de condena habitado por los demonios y preparado para quienes mueren en pecado aparece en la Escritura de manera constante. Toda la Revelación parece advertirnos de que la condena, como la santidad, es una posibilidad real y cercana para cada uno.

«Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes». No es la parábola (relatada en el párrafo anterior), sino la explicación que Jesús hace de ella; debemos descartar, por tanto, cualquier carácter metafórico en estas palabras. Habrá un «final del tiempo», y, entonces, los ángeles de Dios separarán a los hombres: culminados ya los plazos de purificación, unos irán al Cielo, y otros, al Infierno. No se trata de una lotería, sino de la confirmación de una elección realizada en esta tierra por mí.

Sé que es incómodo admitir la existencia de una condena eterna. Sé que semejante posibilidad nos sitúa ante la existencia con el peso de una gravísima responsabilidad, y convierte los actos más ordinarios de la vida en momentos cargados de dramatismo, en los que absolutamente todo está en juego. Sé que ya no se quiere hablar del Infierno a los niños, para no «provocarles pesadillas»… Pero también sé que sería yo un necio y un insensato si no fuera consciente de que puedo condenarme y arruinar mi vida para siempre. Por otra parte, confieso que no me cuesta trabajo creer en la Gehenna o en la existencia de Satanás, como tampoco me cuesta trabajo creer en el Cielo o en Dios. Más me costaría no creer en esa lucha terrible entre el bien y el mal, en medio de la cual estoy situado como un soldado que cruzara a paso ligero un campo de batalla. Tanto las gracias del Espíritu como las tentaciones me sacuden por ambos lados a cada momento.

Si ahora mismo extiendo ambos brazos, con uno de ellos toco el Cielo y con el otro toco el Infierno… ¿Cómo no creer en ellos?

Con todo, no tengo miedo. Sé que la misericordia de Dios, la Cruz de Cristo y la intercesión poderosa de María me aseguran, en esperanza, mi salvación eterna. Pero sé también que yo podría echar a perder sus planes si vendara mis ojos y me lanzase al abismo que tengo a mi lado. Porque, digan lo que digan, desde luego ese abismo terrible existe… ¡Vaya si existe!