Dan 7, 9-10.13-14; Sal 96; 2Pe 1, 16-19; Mc 9, 2-10

Aquella tarde, en la cima del monte Tabor, Santiago, Pedro, y Juan, que habían subido allí en compañía del Maestro, fueron invadidos por una atmósfera sobrenatural.

Los vestidos de Jesús se volvieron blancos como la nieve, y su rostro brillaba como el sol. La paz era inmensa; por unos instantes, pareció que todos los sufrimientos y problemas habían sido dejados atrás. Nada pesaba, y una dulce y densa suavidad llenaba todo mientras aquellos tres contemplaban, saciados de gozo, la Faz luminosa del Maestro. Parecía un sueño, pero no había lugar a la duda: nunca habían estado más cerca de la Verdad.

Aparecieron dos hombres, y, sin necesidad de presentación alguna, como si hubieran estado con ellos siempre, les reconocieron y fueron reconocidos: Moisés y Elías, la Ley y los profetas. También ellos se mostraban llenos de gozo. Parecía un sueño, pero no había lugar a la duda: la densidad de lo real se cortaba más que nunca.

Sintieron aquellos tres, por vez primera en su vida, que ya nada necesitaban en este mundo: no había hambre, ni sed, ni cansancio, y la gloria de Dios bastaba para llenarlo todo. «Maestro, ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas!». Tanta paz asustaba y calmaba, hería y vendaba la herida, todo a un tiempo. Y, entonces, la voz del Padre llenó la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo». Cuerpos y almas fueron recorridos por un escalofrío de gozo, mientras los ojos se clavaban en el Rostro de Cristo. Parecía un sueño, pero no había lugar a la duda: el cielo existía.

Habían sido apenas unos segundos, pero un dardo de luz se había clavado para siempre en aquellos corazones. Días más tarde, aquel cuerpo y aquel Rostro se mostrarían ante el mundo ensangrentados y desfigurados… Y tendrían que recordar.

Tras la Ascensión, la Faz del Maestro sería retirada de sus vidas hasta el último día… Y tendrían que recordar. Más tarde, sus propios cuerpos serían rasgado por el martirio… Y tendrían que recordar. Pedro, hoy, nos lo atestigua: recordaron siempre aquellos segundos de luz.
También a nosotros nos ha dado Cristo, en nuestra vida, breves momentos de luz; quizá han sido pocos, y han durado apenas segundos, pero hemos sentido a Dios tan cerca que casi lo tocábamos… ¿Recordaremos? ¿Tendremos memoria durante la noche? Quiero pedirle hoy a la Santísima Virgen que, hasta que cumpla nuestra súplica: «muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre», reavive en nuestra memoria las ascuas de esos dardos de luz que un día se clavaron en nosotros. ¡Que recordemos, Madre, que recordemos, porque cuanto entonces vimos aún sigue allí, y no ha de moverse por los siglos!