Al leer el evangelio de hoy pienso inmediatamente en la soledad. Aquella mujer era viuda, y su único hijo acababa de morir. Ya lo llevaban a enterrar. Es cierto que la acompañaba un gentío inmenso en aquellos momentos tan duros para ella, pero ¿quién podía sacarla de esa soledad en que se encontraba y que arrastraría hasta el fin de sus días? Los seres más queridos para ella ya no estaban y además resultaban irremplazables.
La soledad de aquella mujer es también la nuestra. Podemos ser más o menos conscientes de ello. A veces la soledad se encubre detrás de muchas ocupaciones o, lo que aún es peor, saturando nuestros sentidos con multitud de estímulos. Pueden ser del tipo que sean: comer, placeres sexuales, televisión… pero aunque ocupamos el tiempo nos vamos a quedar solos y, como aquella mujer, somos acompañado en ese momento en que ya no hay nada que hacer: la procesión mortuoria.
A veces, sin embargo uno es consciente de su soledad y descubre que sólo puede vencerla saliendo de sí mismo y aventurándose en el amor. La persona está llamada al don de sí misma; su vocación es el amor. Es la única manera de salir de la soledad en la que quedamos encerrados. Ese amor ante todo nos es dado. Dios nos ama primero y nosotros podemos corresponderle a Él amándolo y también a los demás hombres.
El caso es que, nos relata el evangelio, Jesús al ver aquella mujer sintió lástima de ella. Descubrió en aquella mujer el dolor profundo que la embargaba y realizó aquel milagro: devolvió la vida al hijo único. Es una de las tres resurrecciones que narra el evangelio. Las otras son la hija de Jairo y Lázaro, el amigo del Señor. Jesús devuelve a la vida al hijo porque sintió lástima de la mujer viuda. Devolvió a aquella mujer la razón de su vida. ¿A quién iba a amar aquella mujer si no era a su hijo? Nos es fácil ver una imagen de lo que el Señor hace con cada uno de nosotros. Dios viene a sacar al hombre de su soledad. Hace que el hombre recupere el objeto de su amor.
Atendiendo a las enseñanzas de las Escrituras vemos como Dios no quería que el hombre estuviera solo. Por eso le dio a Adán una mujer, Eva. Pero el pecado hizo que a los hombres ya no nos fuera tan fácil reconocer a los otros y amarlos. Un filósofo moderno, Jean Paul Sastre, ha llegado a decir: “la mirada del otro me amenaza”; “el otro es un infierno para mí”. Son afirmaciones terribles que denotan una absoluta soledad, la del hombre encerrado en sí mismo. Esa clausura sólo puede ser franqueada por el amor. Dios vence esa resistencia amándonos. La resurrección de aquel hijo se ilumina totalmente en la resurrección de Jesús. Por ella se nos comunican a nosotros los dones de la gracia y nuestro corazón queda liberado de las ataduras del pecado. Entonces, amados por Dios podemos también amar a los demás y vivir esa comunión a la que Dios nos ha destinado.