Is 42, 1-4. 6-7; Sal 28; Hch 10, 34-38; Mt 3, 13-17

«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto»… Apenas dos días antes, «Éste» había estado en casa de uno de los presentes, arreglando una banqueta. Otro de quienes allí estaban había cenado con «Éste» hacía una semana, y recordaba haberle visto comer con muy buen apetito y beber el vino con la complacencia de quien tiene paladar. Otro de aquellos hombres había jugado con «Éste» cuando ambos tenían once años, y la única imagen que acudía a su mente era la de dos niños cubiertos de barro y pasándolo bien… Miraron hacia otro lado, buscando en algún lugar del espacio a un ser semitransparente o a algún espíritu visible. Pero lo único que lograron ver fue a un ave, como una paloma, que se detenía sobre los cabellos aún mojados de Jesús, el «hijo de José»… «¿Éste?».

Pintamos a los santos rodeados de una aureola que los distingue del retrato de un infante de cámara. A mí no me gusta. Los santos no han pasado por la tierra recubiertos de un halo de luz. Lo único que tenían los santos en la cabeza era pelo -algunos más, otro menos- y, si no se lo peinaban, pelo alborotado. Punto. A ninguno lo peinaban los ángeles. Jesús de Nazareth comía, bebía, dormía y al levantarse cada mañana debía lavarse y peinarse para estar presentable. Si hubiera pasado por la tierra en levitación permanente, cualquier epifanía hubiera sido ociosa. Tengo para mí que incluso la mayor parte de sus milagros fueron bastante «normales», sin excesivo «aparato celestial». He visto ya algunos milagros, y confieso que casi se me pasan de largo. Cuando Lázaro resucitó, el hombre tenía las vendas pegadas al cuerpo, y estaba tan pringadito de aromas secos que casi daba risa verlo andar. Era fácil decir: «¡seguro que no estaba muerto del todo!». Jesús seguía pareciendo «normal». Si no dormía bien, incluso parecía ojeroso… ¡No lo parecía, lo estaba! Lo único que distinguía a aquel Hombre de los demás, es que era el Hijo de Dios, ungido con el Espíritu Santo.

Pero al Espíritu tampoco se le ve; la mayoría de las veces, ni siquiera se le siente.

Los necios lo confunden con un calambre, y cuando, tras media hora de oración, no sienten nada, piensan que no han orado bien. Si salen del confesonario y no experimentan una paz deliciosa, se preguntan si habrán confesado correctamente, o se dicen para sus adentros que ese sacerdote que los confesó no tiene «unción». Si van a misa y se aburren, deciden no volver por allí. Y, si hubieran estado en el Jordán aquel día, habrían exclamado: «¿Éste?».

Son las tres, y llevo delante del ordenador desde la una y media sin que se me ocurra nada; tengo un dolor de estómago que tira de espaldas; estoy griposo y cansado; no me apetece rezar; miro al cuadro de la Virgen que tengo en mi mesa, y lo único que capto es que ya le ha dado mucho el sol y está perdiendo los colores… ¡Pero aquí está Dios, aquí Jesús está derramando su Espíritu! ¡Vaya si está! Y lo está haciendo como más le gusta: entre lo «normalito». Si no oro, seré un necio. Por eso hay «Epifanía»… para que no se nos pase de largo.