1Sam 18, 6-9. 19, 1-7; Sal 55; Mc 3, 7-12
«-«¡Diez mil a David, y a mí mil! ¡Ya sólo le falta ser rey!» Y, a partir de aquel día, Saúl le tomó ojeriza a David». El odio se había infiltrado en el alma del rey Saúl, y movido por ese odio decidió derramar la sangre de joven David. Una vez más -¡Sucede tantas veces!- se había equivocado de enemigo. La emprendió contra el pastorcillo, mientras su verdadero adversario, el pecado que habitaba en su alma, se apoderaba de él sin hallar la menor resistencia… Afortunadamente, Dios ha querido poner un Jonatán en cada uno de los lugares en que florece la cruel semilla del odio. Aquel hijo de Saúl se acercó a su padre y le abrió los ojos: «¡Que el rey no ofenda a su siervo David! (…) ¡No vayas a pecar derramando sangre inocente, matando a David sin motivo!». Con estas palabras de intercesión consiguió Jonatán (tan sólo, ay, por unos días) apagar el odio en el alma de su padre y evitar la muerte de un inocente.
Hoy hace justo seis años que, en Asís, la patria de aquel «pobrecillo de Dios» que fue San Francisco, todos los creyentes fuimos -¡Debemos ser!- Jonatán. Siete días orando por la unidad de cuantos creemos en Cristo, y en este séptimo día Dios nos respondió con un signo de esperanza. Al menos durante unas horas, no sólo quienes creemos en Cristo, sino todos aquellos hombres que en el mundo levantan sus manos a Dios, invocándolo con nombres diversos, estuvimos llamados a elevar una sola plegaria en favor de la paz, respondiendo a la invitación de nuestro anciano David: Juan-Pablo II. Ninguno de nosotros pudo desentenderse de esa llamada, porque es el mismo Espíritu que animó a Jonatán a buscar la paz el que en Asís nos convocó y nos hizo uno.
Con todo, ni nuestra plegaria ni nuestra unión será completa si no va acompañada de obras que hagan más cercana la paz que hoy, en este mes de enero de 2008, pedimos. Y, a la hora de actuar, nadie puede darse por excusado diciendo «yo no puedo hacer nada»… ¡Podemos! Yo no soy capaz de parar un misil; no puedo detener el reguero de sangre que está bañando Israel; no puedo frenar las guerras tribales que asolan el continente africano; no puedo aplacar el odio fanático de quienes matan en nombre de Dios… Pero puedo llevar la paz a mi alma. Como en el caso de Saúl, y como en el de aquellos endemoniados cuya noticia nos trae hoy el evangelio, el verdadero Enemigo está dentro de mí… Puedo perdonar a quien me ofende, puedo desterrar de mi alma el odio y la envidia, puedo confesar mis pecados y convertir mi corazón en morada de la gracia y la Paz de Dios. Como el odio, también la paz es expansiva: si en mi alma reina la gracia, esa paz se transmitirá a los demás, y de ellos a otros, y a otros… Si lo hago yo, y lo haces tú; si lo hacemos todos…
Entonces nuestra plegaria será cumplida -¡No lo dudes!- porque la Paz verdadera parte de los corazones de los hombres. María, Reina de la Paz… ¡Ruega por nosotros!