Hech 2, 14. 22-23; Sal 15; 1Pe 1, 17-21; Lc 24, 13-35
A quienes quieren suplir con poesía su falta de fe, el modo en que Jesús resucitado enmascaraba su Rostro les ha servido como «invitación a la metáfora»: «Jesús ha resucitado» -dicen- «en el pobre, en el peregrino, en el hermano…». Si el pasaje de los discípulos de Emaús no tiene más secreto que el de una enseñanza «metafórica»… Entonces, y con permiso de los «poetas», Jesús no ha resucitado y los apóstoles sublimaron el recuerdo de un cadáver. Pero si, como dice nuestra fe, Cristo ha salido glorioso del sepulcro… Entonces el hecho de que pueda enmascarar su Rostro no me extraña en absoluto. El que un cuerpo transido de eternidad obedezca a los dictados del espíritu se me antoja tan normal como el que el sol salga todos los días. Lo anormal es la desobediencia de nuestros cuerpos mortales. El envejecimiento, la imposibilidad de estar en varios sitios a la vez y la tiranía de la Física son, a todas luces, una enfermedad derivada del pecado original. El que la Gloria conlleve su sanación me parece divinamente lógico.
Más bien deberíamos preguntarnos el por qué de ese «enmascaramiento». Así parece anunciar Jesús que el encuentro «cara a cara» con Él no es para esta vida. Por eso, antes de mostrar fugazmente su Rostro a aquellos discípulos, les desvela los dos lugares donde lo encontrarán todas las generaciones. Esos dos «lugares santos» son la Palabra y la Eucaristía. Allí Jesús siempre está. «¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?»… Yo me enamoré de Jesús por su Palabra. Un día descubrí cómo no sólo el Evangelio, sino los salmos, los profetas, los libros históricos hablaban de Cristo: «les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura»… No hay en la Biblia sino una Palabra, enmascarada de mil formas: «Cristo». Algunos hay que llevan a la oración libros y libros, todos ellos piadosos y repletos de consejos, pero a la Escritura apenas si le dedican cinco minutos. ¿Cómo van a sentir el fuego que abrasó a los de Emaús? Sin embargo, cuando un alma se detiene y se entretiene, sin prisas, contemplando cada versículo, y dejando resonar su eco en las paredes del espíritu… Entonces, un día, el corazón se vuelve presa de las llamas.
«Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio»… El mismo Jesús que oculta su Rostro a nuestros sentidos, desvela su Cuerpo ante nuestras almas en la Eucaristía… «Latens Deitas», «Dios escondido», lo llamó Tomás de Aquino. «Amigo «Latens»», me acostumbré a llamarlo yo. Se lo digo mientras levanto la Hostia: «¡Ay, que te tengo entre los dedos y no te toco! ¡Ay, que te tengo frente a mis ojos y no te veo!». La Eucaristía me duele… Pero nunca estoy tan cerca de Jesús como cuando comulgo. Me encuentro, entonces, inclinado a las puertas del Cielo, con medio cuerpo dentro… Y sin poder pasar.
Palabra y Eucaristía están en la Virgen. «Hágase en mí según tu Palabra»… Y se tornó su Vientre horno donde se coció, durante nueve meses, un Pan