Hech 8, 26-40; Sal 25; Jn 6, 44-51
Lástima que algunos periodistas no lean los Hechos de los Apóstoles. Les hubiera gustado encontrarse con el eunuco de la reina Candace. Hace algún tiempo uno de esos relatores de engaños escribió un artículo que pretende desentrañar el misterio del celibato en dos líneas: «personas conducidas a una situación imposible y encauzadas a una represión fortísima de aquello que forma parte de su individualidad. Quizá sea como si para profesar les obligaran a cortarse un brazo o la nariz. O peor». Peor, sí, es cortarse el cerebro para mantener un prejuicio. Sin embargo, se ha desatado un vendaval contra el celibato. Han servido de excusa algunos casos patológicos, minoritarios en comparación con el número de sacerdotes que gozamos -¡Sí, gozamos!- de nuestro estado célibe como de una gracia. Si aplicásemos los mismos parámetros a otros campos, el resultado sería ridículo: tendríamos por represoras las reglas del fútbol, a la vista del número de faltas que se cometen en los partidos. Consideraríamos retrógado al Código Penal, teniendo en cuenta el número de delitos que se perpetran. Le pediríamos a las grandes superficies que eliminasen esa figura abyecta de las cajeras, puesto que son muchos los que consiguen marcharse sin pagar… ¡Cuánta represión!
Volvamos al eunuco: a ese pobre hombre le habían cortado los cataplines para que no cayese en la tentación de meterle mano a la reina mientras le frotaba la espalda. Después de la «amputación terapeútica», aquel triste sirviente ya no podía meterle nada a nadie. Era un infeliz, cuya vida había sido sesgada por las manos (ésa si las tenía) de una déspota: les guste o no a nuestros periodistas, han sido mucho más aficionados al arte del capadocio los poderes civiles que las autoridades religiosas. Pero sigamos adelante: aquel pobre infeliz se encuentra con Felipe, escucha la Buena Noticia, y ve cómo se abre ante sus ojos un horizonte nuevo. De cabeza se lanza al Bautismo, y al salir del agua se siente libre: ha cambiado a la señora de la podadera por el Señor de Cielos y Tierra. «Y siguió su viaje lleno de alegría».
Señores columnistas de informaciones, a mí no me han cortado ni la nariz, ni el brazo, ni «peor». Lo tengo todo en su sitio, y bien arregladito. Mi salud mental está en orden, y aún distingo a un evangelista de un mentecato a kilómetros de distancia. Hasta tal punto no me han cortado nada, que si guardo continencia es porque me sale de lo que no me han cortado. Hasta tal punto no me han cortado nada, que la gente como usted me tiene hasta lo que no me han cortado. Si he decidido subir mis miembros terrenos a la Cruz, no ha sido ni por represión, ni por impotencia, ni por que no supiera qué hacer con ellos. Ha sido por exceso de Amor: el Amor que yo siento es tan grande, que la única manifestación física capaz de encauzarlo es la muerte, el sacrificio, la ofrenda. Desde que descubrí en mí esa llamada, también he seguido mi viaje «lleno de alegría». Y no me gusta que me llamen reprimido ni castrado.
No sé si me he excedido… A la Mujer de mi vida, a María, encomiendo estas atrevidas líneas. Ella sabe que, aunque soy un poco bruto, digo la verdad.